CONTRA viento y marea, el presidente sirio Bashar al Asad se ha mantenido en el poder a lo largo de una década sangrienta que transformó a su país en un campo de ruinas. Ahora, avanza hacia una presidencial que tiene prácticamente ganada.
Hace diez años, en un juego de dominó regional, sus días en el poder parecían contados: la ola de la primavera árabe ya había derrocado al tunecino Ben Ali y al egipcio Hosni Mubarak.
Pero, tras haber perdido el control de la mayoría del territorio sirio, y pese al aislamiento internacional, el hombre fuerte de Damasco permaneció al mando, a costa de una guerra civil y una tutela extranjera.
Cuando estallaron las manifestaciones prodemocracia en marzo de 2011, hubo dudas sobre la capacidad de resistencia de Asad, un oftalmólogo formado en el Reino Unido, y de la minoría alauí, a la cual pertenece, que detenta el poder.
Pero "Bashar", que sucedió a su padre Hafez en 2000 después de tres décadas de un reinado de hierro, salvó su poder gracias a su resistencia y sangre fría, combinados con otros factores, como la influencia sobre los aparatos de seguridad, retirada de Occidente, apoyo determinante de Rusia e Irán.
"Años después de haber reclamado su salida y pensado que iba a ser derrocado, el mundo quiere hoy reconciliarse con él. Asad ha sabido jugar a largo plazo", subraya el político libanés Karim Pakradouni.
A mediados de marzo de 2011, dos meses después del comienzo de la "Primavera Árabe", hubo manifestaciones por la libertad y la democracia en Siria.
Pero Asad no titubeó: la represión fue sangrienta, provocando una militarización del levantamiento y luego su transformación en una guerra compleja que implica rebeldes, yihadistas, potencias regionales e internacionales.
En 2015, la intervención militar de Rusia fue decisiva para el régimen, que invirtió la tendencia y encadenó victorias. Hasta la fecha, sólo un puñado de regiones, entre ellas el bastión yihadista y rebelde de Idlib (noroeste), se le escapa todavía.
Desangre y exilio
En una década, el conflicto causó la muerte de 387.000 personas, de ellas un gran número de civiles, desplazado y empujado al exilio a más de la mitad de la población de antes de la guerra (estimada en más de 20 millones). Decenas de miles de sirios están encarcelados.
Actualmente hay 5,6 millones de refugiados en el extranjero, principalmente en los países vecinos (Turquía, Líbano y Jordania), según el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos (agencia de la ONU) y más de un millón de ellos son niños sirios nacidos en el exilio.
En cuanto a los desplazados internos son 6,7 millones, muchos de los cuales viven en campos, sobreviviendo a la pobreza.
Según la agencia de la ONU, cerca de 100.000 presos han muerto por torturas en la cárcel del régimen y una cifra igual permanece tras las rejas, mientras se reportan no menos de 200 mil desaparecidas.
En total durante esta década de guerra se han registrado 38 ataques con armas químicas, según la ONU, de los cuales 32 se atribuyen al régimen de Asad. Uno de estos provocó 1.400 fallecidos en el año 2013.
También dos periodistas siguen desaparecidos: el estadounidense Austin Tice (desde el 14 de agosto de 2012) y el británico John Cantlie (secuestrado por el grupo islámico el 22 de noviembre de ese mismo año).
Unos 13,4 millones de personas viven en los territorios bajo control del régimen, según el mencionado Observatorio que agrega que tras varias reconquistas, el régimen controla casi dos tercios del territorio. Mientras unas 2.9 millones de personas viven en la región de Idlib, el último gran bastión de los yihadistas y los rebeldes en el noroeste; otras 2,6 millones habitan en los territorios kurdos del noreste y el este y unos 1,3 millones se encuentran en bolsas de territorio en el norte de Siria, en la frontera con Turquía, bajo el control de las fuerzas turcas y sus apoyos sirios.