JERUSALÈN. Cinco meses después de la sanguinaria incursión de Hamás en su territorio, Israel parece estar solo. Quizás empezó a estarlo desde muy temprano: algunos líderes políticos (y esta es la novedad, no sólo los sospechosos usuales), notables académicos y destacados artistas, meras celebridades e influenciadores, no esperaron siquiera a que cesara el ataque para justificarlo con las argucias más enrevesadas e, incluso, para encomiarlo sin sonrojo.
La masacre fue elevada al rango de episodio épico de una lucha de liberación. Sus perpetradores, al de héroes (que de matar judíos se vanagloriaban en vivo y en directo). Y Hamás –una milicia islamista cuyo propósito fundacional no es otro que la destrucción total del Estado de Israel–, al de legítimo representante de la causa palestina (una causa que, paradójicamente, Hamás ha saboteado como nadie).
Era apenas lógico que Israel invocara su derecho a defenderse y así lo reconocieron varios Estados. Pero a raíz de la previsible magnitud de su respuesta, de las intensas operaciones desplegadas en Gaza y los efectos colaterales que las acompañan, y al fragor de los estridentes comentarios de algunos de sus dirigentes, ese derecho fue puesto con inusitada rapidez en entredicho.
Israel libra ahora en solitario su guerra con Hamás, con el propósito de neutralizarlo y destruir su capacidad operativa. Una capacidad operativa que se deriva de su pie de fuerza –que no es sólo el de sus efectivos armados–; del arsenal acumulado con el apoyo de sus patrocinadores y del que ha aprendido a fabricar con una artesanía cada vez más sofisticada; del control absoluto que ejerce en la Franja desde 2007; de las ciudades invisibles que ha construido bajo tierra y que parapeta utilizando como escudos las ciudades visibles de la superficie.
Una capacidad que haría palidecer a algunos ejércitos nacionales, pero que, al parecer, a algunos les cuesta reconocer como tal. Contra toda evidencia, se ha extendido la idea de que Hamás es una pequeña banda de forajidos, de improvisados voluntarios y justicieros románticos.
La soledad de Israel es también la soledad de los rehenes que Hamás se llevó como trofeo de los kibutz atacados, y cuya liberación inmediata no debería estar sujeta a condición alguna. En su reciente discurso sobre el estado de la Unión ante el Congreso estadounidense, el presidente Joe Biden advirtió a Israel que “la asistencia humanitaria (para la población de Gaza) no puede ser un elemento secundario o una moneda de cambio”. También dijo que “Hamás podría poner fin a este conflicto hoy mismo liberando a los rehenes, deponiendo las armas y entregando a los responsables del 7 de octubre”. Pero sólo su admonición a Israel tuvo eco en negrilla en los titulares de la prensa internacional.
Prácticamente solas han quedado las mujeres que el 7 de octubre –y durante su cautiverio– fueron (y probablemente siguen siendo) sometidas a violencia y abuso sexual a manos de Hamás. Una gran parte del feminismo internacional, tan vocal en otras circunstancias, no tuvo voz para defender a las israelíes.
En su momento, la gurú feminista Judith Butler –para quien la incursión de Hamás fue un “levantamiento”– llegó a exigir “la documentación” antes de “deplorar” los hechos que los propios agresores registraron con sus cámaras y difundieron por las redes sociales, y de los que sobran testimonios de las víctimas. Ni qué decir del silencio de algunas instancias internacionales cuyo mandato no puede ser más específico –como ONU Mujeres–, solo a medias compensado por el reciente reporte de la Representante especial del secretario general de la ONU sobre la violencia sexual en los conflictos.
Soledad de Israel, que en este momento crucial de su historia merecería otro liderazgo, más a la altura de su excepcional vocación democrática –porque con todos sus defectos, Israel sigue siendo la única democracia en Medio Oriente– y a la altura del desafío existencial –porque eso es– que más allá de Hamás se cierne sobre su futuro.
Quizá solo otra soledad es comparable a la soledad de Israel, y es la del pueblo palestino. Porque el pueblo palestino hace rato vive su propia soledad. Abandonado en manos de una incompetente, disfuncional y represiva Autoridad Nacional cuya cabeza visible lleva en el poder casi veinte años, sin haber sabido, ni podido, ni tampoco querido (tal vez) hacer realidad las promesas y aprovechar las posibilidades surgidas de Oslo.
Desdeñado por los Estados árabes, que se acuerdan de los palestinos sólo a conveniencia, mientras escurren el bulto –como Egipto– por lo que les toca. Solitario, a pesar de la omnipresente “comunidad internacional”, que a veces da la impresión de estar allí –como en otros lugares del mundo– básicamente para poder quedarse.
Pero, sobre todo, porque con frecuencia se olvida que los palestinos también son víctimas de Hamás, incluso aunque haya sido un daño en parte autoinfligido. Solitarios peones en el tablero de Hamás, que ha demostrado una vez más estar dispuesto a sacrificar al pueblo palestino con tal de aniquilar el Estado de Israel y hacer, del río al mar, un inmenso camposanto.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales