Covid-19, desde las trincheras de una UCI | El Nuevo Siglo
Esta semana se cumplieron dos años desde que se detectó el primer caso de covid-19 en Bogotá. 
Foto El Nuevo Siglo/Diana Rubiano
Sábado, 12 de Marzo de 2022
Redacción Nacional

Esta semana se cumplieron dos años desde que se detectó el primer caso de covid-19 en la ciudad de Bogotá. Dos años; 728 días en los que la cara del mundo en su totalidad cambió por completo y que, quisiéramos o no, hizo que colectivamente la condición humana se planteara una pregunta: ¿estamos haciendo, como raza, las cosas bien?

Esta última es una reflexión que se ha hecho durante todo este tiempo Camilo Saldarriaga, un médico especialista en anestesiología, en medicina crítica y en cuidado intensivo (intensivista) que ha visto la peor cara del covid desde su lugar de trabajo: la unidad de cuidados intensivos de dos de los hospitales universitarios en los que ha rotado desde que la pandemia comenzó a cobrar vidas.

Desde que hizo su carrera en la Universidad Militar, Camilo siempre quiso trabajar en una UCI, a sabiendas de que ese es un lugar que la mayoría de los seres humanos temen y esperan no tener que conocer jamás. Pero en el mundo de la medicina estos sitios son todo un reto, pues ponen a prueba de manera permanente.

“En cualquier parte de la medicina, los médicos tenemos, en alguna medida, la vida de los pacientes en nuestras manos, pero cuando una persona ingresa a la UCI hay una amenaza real y directa en donde su vida realmente depende de ti”, le dijo a EL NUEVO SIGLO Camilo, el médico especialista que lleva siete años trabajando en estas unidades.

Y qué reto, pues como él, todo el personal de salud que se ha desempeñado en estas unidades, durante los últimos 24 meses, ha tenido que enfrentar la pandemia utilizando diariamente una especie de escafandra hecha de máscara, un respirador con filtro, mono, gafas, guantes y una careta.

Pero eso no es lo peor: el reto más grande, dice Camilo, ha radicado en los enormes sacrificios personales como el de privarse de ver a sus papás durante buena parte del 2020 y de mantener la distancia con su esposa, que también es médica, privándose de un abrazo en los peores momentos, especialmente durante los primeros meses.

Eso, de acuerdo con él, ha sido lo más difícil y fue lo que la humanidad más perdió en el camino. “Al comienzo nos dio muchísimo temor toda la situación y eso nos llevó a tener que dejar solos a los pacientes. Ni siquiera les podíamos dar la mano y eso es devastador porque es gente que está más asustada que nosotros, que está sola, que está sufriendo. Para nosotros el contacto físico es importante, yo nunca dejé de darles la mano a los pacientes con covid-19 y se sorprendían. Se rompieron muchos lazos y yo siento que el personal de salud perdió la calidez de la relación con los pacientes”, le dijo a este medio Camilo, quien resaltó lo doloroso que ha sido escuchar a las personas decir:

“Es que usted lo va a matar”, “usted está cobrando plata por cada muerte”, “A usted no le importa”. “Es muy complejo. Y lo es porque yo, por ejemplo, no perdí a ningún amigo pero se perdieron muchos conocidos del sector de la salud, gente de 30 a 40 años, gente joven que no debería haberse ido tan pronto. Duele”, añadió.

La muerte, una visita constante

Distinta fue la historia del médico internista Felipe Cortez, que trabaja en UCI, un profesional de 33 años que, por el contrario, sí perdió a varios compañeros y recordó con dolor la situación que padeció una asistente administrativa del hospital que perdió a su papá, a su mamá y a su hermana por covid en el lapso de dos semanas, indicó este médico, quien durante el 2020 dejó de ver a su mamá por diez meses por temor a contagiarla.

Pero eso no fue, de acuerdo con él, lo más difícil. Explicó que la comunidad médica sabía que con la llegada de la pandemia a Colombia se le acabarían los recursos, como de hecho ocurrió, pero mucho peor de lo que se imaginaban, lo que llevó a que se tuvieran que hacer esas dolorosas listas de espera por una UCI.


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“Todas las preparaciones que hicimos se vieron desbordadas. Teníamos una previsión extra de 50 camas y en un nuevo día llegaban 120 pacientes. La carga de trabajo fue muy alta y ese burnout yo creo que fue lo que nos enfermó: pasar de atender a 20, 25 pacientes, a tener 60. Y pacientes que requerían cosas que no podíamos ofrecerles. Hubo mucha gente a la que no le pudimos ofrecer un ventilador porque estaban ocupados y las remisiones en todos los hospitales estaban igual… Sabíamos que pacientes fallecerían porque no podíamos hacer lo que teníamos que hacer y lo sabíamos. Fue emocionalmente muy desgastante. Esas listas de espera por un ventilador fueron una desgracia”, indicó Cortez a este periódico.

Y lo más terrible de estos dos años, y ese fue el adjetivo que empleó, “terrible”, fueron las situaciones en las que los pacientes, tras meses entubados se veían del otro lado, se les avisaba a las familias que al día siguiente serían extubados a ver cómo reaccionaban y terminaban muriendo después de dar la pelea.

“No me quiero ni acordar. Esos casos fueron comunes y fueron los peores. Uno llevaba luchando con el paciente un mes, algunos incluso dos (eso es dantesco, una persona que dure dos meses pegado a un ventilador) y ya uno veía luz de mejoría; uno los veía saliendo adelante al punto que le alcanzamos a avisar a las familias que los extubaríamos en unas horas, y la siguiente vez que los llamamos era para decirles: ‘su papá, su mamá, su hermano, su hijo acaba de fallecer’. Fue durísimo. Todas las veces lo fue”, recordó.

Una pérdida de humanidad

Sí, fueron dos años en que cambiaron muchas cosas. Camilo perdió pacientes por el covid-19 y, lo admite, la muerte es una visitante frecuente a la que ya está acostumbrado, pero en estos últimos tiempos vivió una situación que lo marcó especialmente, que aún recuerda con dolor y que paradójicamente no es una historia de muerte, sino de pérdida de humanidad.

“El aislamiento nos obligó a perder la calidez y en el segundo pico de la pandemia tuvimos a una paciente con una condición mental diferente. Ella vivía con su familia y un día se fue sin tapabocas a comprar una Coca-Cola a la tienda, en donde parece que se contagio. Nosotros la tuvimos que dejar sola en un cubículo. Ella gritaba que la estábamos castigando por tomar Coca-Cola, preguntaba por sus parientes, los quería ver y no paraba de gritar… Nosotros no pudimos permitirlo y fue dificilísimo porque no debemos dejar sola a una persona con una enfermedad mental. Nunca, bajo ninguna circunstancia, regla de oro. Esa fue una historia que me hizo reflexionar sobre lo que estaba pasando”, relató.

Y también Felipe lo recuerda de manera similar, pues al principio de la pandemia los familiares no podían ver a sus seres queridos y eso los llevó a mejorar las técnicas de comunicación como las videollamadas, pero dentro del pragmatismo del manejo de una pandemia global “si tú tenías 60 pacientes se tenían que hacer 60 llamadas, lo que nos quitaba tiempo de atención de los mismos pacientes. Tocaba ser muy breve y mis amigos y yo hicimos la cuenta varias veces: cinco minutos por paciente, por 60 pacientes, eran 300 minutos diarios que no teníamos”.

Se llamó siempre, así estuvieran entubados y boca abajo, y aún así no se escaparon de los comentarios mordaces e injustos a los que Camilo también se refirió: “Ustedes quieren pasar a mi papá como paciente covid-19”, “¿Cuánto les están pagando?” “Ustedes no son médicos, son negociantes”, “y eso lo hacía aún más desgastante”, indicó Saldarriaga, quien dijo que este año la situación mejoró de manera notable, hecho que resumió y con el que concluyó de la siguiente manera:

“La llegada de la vacuna fue como apagar un interruptor. Los pacientes que antes eran 60, todos muy sintomáticos y necesitados de grandes cantidades de oxígeno, hoy son 10 y no demandan tanto oxígeno. Esa es la proporción”, finalizó.