Trapos rojos: para algunos ese es el color del Covid-19 | El Nuevo Siglo
Foto cortesía
Domingo, 19 de Abril de 2020
Redacción Nacional
Una crónica en uno de los lugares apartados de Bogotá a dónde las ayudas no han llegado. Por ahora, la gente solo puede esperar

 

A los barrios República de Canadá, Arabia y Gran Bretaña el Estado ha llegado tarde o nunca ha llegado. Hoy mucho menos.
Arabia queda en una de esas cordilleras entre Usme y Soacha donde se unen la pobreza, el desamparo y la informalidad.

Este barrio ha sido construido con la lógica de la invasión. Nada esta formalizado. En el muro, un lugar que la comunidad hizo a pulso para evitar el derrumbe de las casas de aquellos que vivían encima de la loma, cerca de 50 personas se reúnen, hacen una olla comunitaria con lo que cada uno pueda aportar y siguen mirando a la carretera esperanzados en que la ayuda llegue.

Al barrio se llega con relativa facilidad gracias a una de las rutas alimentadoras de Transmilenio que sube por la carrera 17A con Boyacá. En las callecitas como laberintos, en las que solo cabe un carro de subida y un carro de bajada, el comercio fluye. Los almacenes de cadena que funcionan hasta las 6 de la tarde están abarrotados. La gente en las largas filas no conserva el distanciamiento social.

Arabia es el último paradero, el último rincón a dónde llega Transmilenio. Un barrio empinado desde el que se alcanza a ver Usme, el Paraíso y las canteras de arena que por años han explotado las montañas de la zona hasta dejarlas planas por uno de sus lados. Desde allí el horizonte se ve iluminado, prístino, sin polución.

En el barrio, así como en todo el camino, se siente una tensa calma. En la medida en que el bus va subiendo por las callecitas de curvas pronunciadas y repechos imposibles, la cantidad de trapos rojos va aumentando. Unos son discretos y parecen solo un tapete secándose al sol, o una bayetilla que ya se decoloró y ondea un grito rosado a los vientos colgada de una ventana. Otros son banderas de auxilio que hondean en astas improvisadas en las fachadas. Los habitantes de Arabia colgaron en el muro una bandera de Colombia al revés, con el rojo como primer color. Esta vez no significa la sangre que nuestros héroes derramaron en el campo de batalla, sino el rojo intenso de la situación, un rojo que se está convirtiendo en café.

En la localidad se habla de varios incidentes. El jueves algunos víctimas del hambre y queriéndose hacer escuchar bloquearon la vía que comunica Lucero con Arabia. La policía llegó a controlar la situación, pero hubo tiros y el asunto se salió de control. Hoy al lado del parque La Joya se siente la tensión. Algunos dicen que en cualquier momento quienes viven arriba de la montaña van a bajar de nuevo a bloquear las vías. Lo que representa un nuevo riesgo de enfrentamiento.

La única comida del día

La parte baja de Arabia no es diferente al resto de la localidad. Casas pequeñas apiñadas unas con otras, fachadas de múltiples colores, ventanas pequeñas con rejas y vidrio labrado. Al final de la vía que comunica al barrio con el resto de la loma hay un potrero amplio y al otro lado un terreno que usan los alimentadores, los buses que van por la Carrera 30 y los SITP como paradero. De ahí para arriba solo queda caminar. La carretera más cercana está al otro lado del cerro.

Solo en Arabia viven cerca de 300 familias, unas 500 personas. Algunas hoy hacen presencia con sus cacerolas bajo el muro. El frío que congela huesos acompaña el grito destemplado de los habitantes de la zona, un clamor que va desde la mañana hasta la noche. Con madera traída de otros lugares, los vecinos levantan una olla comunitaria, que se viene alimentando todos los días desde hace casi una semana.

“Lo que preparamos aquí es la única comida del día. En el barrio viven ancianos, niños, personas en situación de discapacidad, madres gestantes y hasta el momento no ha habido ayudas”, aseguró María Antonia Quezada mientras arremanga su buzo blanco de lana.

La situación se agudizó cuando a la mayoría de los que viven en el barrio se les acabaron los ahorros que habían logrado juntar antes de la emergencia y ahora permanecen en una total incertidumbre. Los vecinos denuncian que las ayudas han llegado a Potosí y a otros barrios, pero no han subido hasta el lugar.

“Lo que pasa es que aquí han hecho listas varias instituciones. Los del Sisbén, la Cruz Roja, la Alcaldía y la misma Policía, pero no hay nada concreto. Nos dicen que ahorita, que más tarde. El alcalde de la localidad por aquí no se aparece y nosotros no tenemos a quién recurrir. Ayer allí arriba trajeron unas ayudas, pero la gente se desbocó y tuvieron que irse. Quisiéramos que vinieran pero casa por casa, puerta por puerta”, dijo Carlos Enrique Martínez, uno de los líderes del sector.

Otro de los problemas de Arabia es que está en la última esquina de un mundo lleno de necesidades. La Policía solo llega hasta donde la carretera está pavimentada, unos 200 metros más abajo, y por la otra vía de acceso no se alcanza a ver ese barrio.

“Nosotros estamos en una esquina. A veces las personas de bien arriba de República de Canadá los tienen en cuenta, pero a nosotros no y por eso es que a veces tenemos que ir a protestar, cerrar la vía para que nos escuchen”, sostuvo Martínez.

Pese a que algunos recibieron las ayudas del Gobierno –la devolución del IVA en el caso de Flor Marina Fandino– otros continúan clamando para que llegue algo.

“Si a mí me ofrecen cualquier cosa en este momento con esta situación yo la tomo. A mí no me importa si hay coronavirus o lo que haiga. Hay que hacerlo. Mi esposa tiene 60 años. Ambos somos recicladores y ahora si uno baja un poquito la Policía lo para y le pide tapabocas. No tenemos $2.600 para una libra de arroz, mucho menos para comprar un tapabocas”, expresó Libardo Villamil, mostrando un carnet del IPES. 

Pobreza

Mientras se toma un descanso luego de arreglar las menudencias para echarle a la olla comunitaria que preparan bajo el muro para mitigar el hambre, la señora Quezada camina a su casa a paso lento. Son cuatro cuadras en línea recta pasando por más callecitas de casitas sostenidas unas con otras. El piso es de tierra. Las escaleras que hacen más fácil la subida y un poco más peligrosa la bajada están hechas con llantas recicladas. Doña María levantó su casa con cosas que traía desde San Joaquín, otro barrio. Allí viven 30 personas de las cuales 12 son niños. Cuatro familias. Según cuenta, hace un tiempo vino el Acueducto a comprarle su casa por estar en un lugar de alto riesgo. “Me daban 29 millones, pero ¿yo que voy a comprar con esa plata? Luego nos dijeron que nos daban un apartamento. Una cajita de fósforos, pero ¿cómo nos metemos todos allá?”.

La casa de la señora María está sobre un barranco y está rodeada de una quebrada de aguas negras a donde vienen a parar los desechos de las casas de más arriba, un riachuelo que no tiene más de un metro de ancho y que baja oscuro. “Cuando aquí calienta el sol es imposible estar adentro el olor no lo deja a uno vivir”, dice.

Bordeando la quebrada pasan postes pequeños, hechizos, con cables de tensión media que llevan la electricidad a un barrio emergente que se está construyendo en la parte de arriba de otra loma. Si uno pregunta nadie sabe quién vende y quién construye allá, pero todos saben que solo se permite construir si se llevan los materiales (ladrillos, bloques, varillas, cemento) y el rumor indica que esos lotes son de los llamados “Tierreros”, un grupo de personas inescrupulosas que se dedica a vender lotes que no son de ellos para los más necesitados, sin importar el riesgo que esto puede representar.

En el barrio también vive la señora Fandino. Ella tiene 6 hijos. Convive en una casa de un piso con dos habitaciones con José Vicente Delgado. Él trabajaba como celador en un conjunto y ella vendía tinto. “Yo iba a Lucero, a los barrios de por aquí con mis cantinitas. Al día me hacía entre $10.000 y $12.000”, dice.

Pero su situación dista de ser normal. La casa de doña Flor no tiene más de 15 metros cuadrados y en el cuarto más amplio tiene a Yuli, una niña que nació con hidrocefalia y parálisis que completa ya 16 años y tiene el cuerpo de una niña de 4. Yuli solo atina a sonreír cuando escucha su nombre. Afuera uno de los hijos de la señora Flor despelleja un conejo mientras una perra cuida su camada de seis perros con un bostezo. Según la madre de Yuli, es un favor de Dios que solo hasta dentro de tres meses tenga que ir al médico de nuevo.

En la misma situación está Víctor Loaiza. Su hijo tiene 9 años y tiene una bacteria alojada en el cerebro. “En esta casa se come aguapanela con pan. Es lo único que hay. Damos gracias que mi mamá tiene una panadería en el Tunal y nos regala el pan. Ayer nos regaló una libra de arroz y eso es lo que vamos a comer durante estos días”.

Tanto Flor como Víctor aseguran que bajar a los niños es una situación de alto riesgo. Ninguno tiene silla o al menos un arnés. Ambos, para ir al hospital, que muchas veces está en el norte de Bogotá, tienen que echarse a los niños al hombro y rogar por no despeñarse en una de las empinadas cumbres.

Trapo rojo

En Colombia el trapo rojo se usaba para identificar en algunos pueblos a los adeptos del Partido Liberal, una costumbre que después del 9 de abril de 1948 se desvaneció en la historia. Hoy un trapo cualquiera de ese color en la ventana de una casa implica que esa persona está pasando necesidades y que no tiene cómo permanecer allí mientras dura la emergencia. Muchos tienen que vivir, debido al acuartelamiento, de la caridad de sus familiares y amigos para sobrevivir.

La estrategia del trapo rojo se hizo viral en las redes sociales, pero el 31 de marzo se hizo masiva cuando la Alcaldía de Soacha publicó un video explicando que la mejor estrategia para que el Gobierno supiera donde focalizar las ayudas era colgar un trapo rojo en la ventana.

Más adelante, el senador Gustavo Petro trinó que “en toda Colombia las familias que tengan necesidad de alimento saquen una bandera roja a la calle. Permitirá más eficacia de la solidaridad pública y privada. O servirá de voz de protesta masiva si el Gobierno no construye una política social eficaz”. Los trapos colorean las ventanas como en administraciones pasadas intentaron colorear las fachadas de los barrios que quedan en los cerros.

Miedo al coronavirus

Hasta el momento al barrio Arabia no han llegado casos de coronavirus, pero el miedo está latente. La localidad, según la Alcaldía, presenta 69 casos. Sin embargo la cuarentena y la falta de alimento tiene los ánimos caldeados. Hasta ahora en Bogotá, según cifras de la Alcaldía, 281.521 familias han recibido beneficios monetarios, de los cuales al menos 15.000 están en Ciudad Bolívar.

La alcaldesa Claudia López afirmó estar angustiada, pues “cada mercado que nos demoramos en entregar en Ciudad Bolívar es una calamidad, pero cada día que no podemos sacar un sector para que salga a la calle es un riesgo de muerte”.

Entre tanto, la tensión se incrementa en Arabia y en los barrios circundantes, el hambre y la desesperación se nota en los ojos de la gente.

Los habitantes de Arabia sostienen que les dijeron que esta semana van a entregarles ayudas, pero todavía no hay nada seguro, porque ellos no saben a ciencia cierta quienes van a traerlas ni cuánto va a durar lo que les traigan. La incertidumbre que viven quienes moran en el barrio no es nueva para ellos. Durante toda la vida la necesidad los ha acompañado. La muerte ronda afuera del barrio, pero también adentro. Pareciera que los habitantes de la zona están entre morir de coronavirus o morir de hambre.