Algunas semanas atrás, Amylkar Acosta, aquel político con alma de literato, compartió con todos sus asiduos lectores la decisión de donar al Banco de la República los 5.000 tomos que componen su biblioteca personal. Una noticia que fuera de despertar en mí una sana rivalidad deportiva de la que él nunca se enterará, aunque la mía sólo llega al 10% de la suya y tras hacer los cálculos he concluido que no me alcanzará el tiempo (ni, sobre todo, el dinero) para competirle en condiciones, también ha conseguido que me plantee serias inquietudes sobre el futuro de mis propios libros.
Tras haber dado por superada la melosa melancolía que me embargó aquella tarde vacua de hace algunos años en la que tuve que reconocer para mis vanidosos adentros literarios que la mortalidad de mi cuerpo eventualmente me impediría leer todos los libros que quiero, y que muy seguramente ni siquiera podría disfrutar de los que planeo comprar de aquí hasta el (ojalá) lejano final, gracias al acto supremo de desprendimiento de Amylkar hoy me vuelvo a plantear el inefable dilema de la dolorosa efimeridad del lector.
Sólo aquellos que hayan dedicado alguna porción de su vida a la meticulosa construcción de una biblioteca, que no a la mera acumulación mecánica de libros, sabrán entender que la simple idea de deshacerse de ella provoca un dolor en lo profundo de nuestras propias identidades, ya que durante la laboriosa tarea de selección de los títulos que la integrarán impregnamos sin quererlo una parte de nosotros mismos en ella.
Para algunos, puede que Amylkar sólo haya regalado varias toneladas de papel, pero para los que compartimos su misma pasión se ha extirpado 5.000 trozos de su corazón y la columna en la que nos lo cuenta no es nada distinto que el parte médico de dicha cirugía.
Por las canecas de todas las ciudades, de cuando en cuando, desfilan torres de libros que ya alguien no quiere leer. Una triste instantánea cada vez más frecuente que, considero, desnuda la paradójica orfandad de la tinta y la celulosa pues, aunque se trata de materiales que están bastante mejor preparados para resistir el paso de los años que nuestras carnes vulnerables, curiosamente sucumben mucho antes que éstas no por la falta de resistencia intrínseca de sus componentes sino por su incapacidad para encender el mismo deseo de posesión de antaño en sus dueños. Les tratamos como objetos desechables, cuando los verdaderamente mortales somos nosotros y no las ideas que en ellos se contienen.
Quizás lo que falte sea un poco más de pedagogía sobre la correcta disposición de los libros que, por una u otra razón, han agotado su paso por la vida de su humano de turno y es allí donde las Bibliotecas Públicas tienen la obligación de liderar el camino hacia la tan necesaria sostenibilidad editorial que se demanda al sector. En este campo, Amylkar ha dado un nostálgico ejemplo de responsabilidad lectora que debería inspirarnos para educar acerca del trato adecuado a estos pequeños ladrillos sobre los que se edifica nuestra civilización.