Mañana se cumple un año de las elecciones regionales y locales de 2023. En esa cita en las urnas el mapa político del país cambió de manera sustancial, sobre todo porque las fuerzas de izquierda y gobiernistas sufrieron un duro retroceso, en tanto que la centroderecha volvió al comando de las principales alcaldías y gobernaciones. La jornada constituyó, además, un fuerte de llamado de atención –y de desaprobación– a la Casa de Nariño, sobre todo porque los ejes de la campaña fueron la crisis de seguridad y orden público, desaceleración económica, caída de ingresos fiscales e inversión social en los territorios, desequilibrio en las transferencias presupuestales de la Nación a las regiones y problemáticas puntuales respecto a cobertura y eficiencia de los servicios públicos, corrupción, aumento de pie de fuerza policial y militar para enfrentar el pico de delitos de alto impacto, así como los retrasos crónicos en obras de infraestructura estratégica.
Un año después de esa reconfiguración política es evidente que el panorama continúa siendo complejo pese a la gestión y esfuerzos de buena parte de los mandatarios territoriales. De hecho, tras diez meses al mando de las administraciones departamentales, distritales y municipales, los reclamos de la ciudadanía y de sus gobernantes continúan centrados en las mismas falencias, evidenciando que la capacidad del Ejecutivo nacional para solucionar los principales flagelos y afectaciones es deficiente y limitada.
De un lado, no son pocos los llamados de gobernadores y alcaldes para que el Ministerio de Defensa reformule la política de seguridad y convivencia ciudadana, ya que la violencia multifactorial avanza implacablemente en muchas regiones. Homicidios, masacres, desplazamiento forzado, reclutamiento de menores, escaladas terroristas, ‘paros armados’, auge de narcocultivos y minería criminal, ola de extorsión y crecimiento de grupos armados ilegales, entre otros, son el día a día. Hay una evidente pérdida de presencia y vigencia institucional en los territorios y aunque se dan constantes campanazos a la Casa de Nariño, las alertas de los mandatarios seccionales y locales no son atendidas con urgencia ni prioridad. Prueba de ello, es que los reclamos para corregir a fondo la accidentada política de “paz total”, sobre todo la suspensión de los porosos ceses el fuego con grupos subversivos, son ignorados totalmente.
Tampoco es bueno el panorama económico. La desaceleración productiva produce una caída en el recaudo de impuestos territoriales y otros ingresos fiscales. Muchos recursos del actual presupuesto de regalías permanecen sin ejecutar y los proyectados para los próximos dos años disminuyeron. Se suma que, en medio del hueco en las finanzas del Gobierno Nacional Central, se están aplicando drásticos recortes a los subsidios y otros programas asistenciales, incluso con cierto sesgo político e ideológico.
De otro lado, es innegable que el Ejecutivo ha intentado atropellar la autonomía de las regiones por distintas vías. Por ejemplo, quiso ‘meterles mano’ a los dineros de las vigencias presupuestales futuras en busca de condicionar –o imponer caprichosamente– obras y proyectos de alto impacto. La primera línea del metro de Bogotá, el túnel del Toyo en Antioquia o la polémica por el peaje Papiros, en Atlántico, algunos ejemplos. La última controversia es la insólita contradicción en el alto gobierno respecto a la reforma al Sistema General de Participaciones (SGP), una de las exigencias más sentidas de gobernadores y alcaldes para aumentar su situado fiscal. Incluso, hay un proyecto de referendo en esa dirección.
Pero no son los únicos asuntos que preocupan a los territorios. Hay otros tanto o más alarmantes: crisis de las empresas de energía en la costa Caribe; demoras persistentes en el PAE; sobrecupo carcelario; parálisis de proyectos minero-energéticos por la política gubernamental restrictiva o el cuello de botella del licenciamiento ambiental; problemática financiera y operativa de las instituciones de salud regional… Todo esto unido a actitudes presidenciales y ministeriales recurrentes para desconocer o pasar por encima de los mandatarios zonales.
Pese a ello, en una evidencia del reconocimiento a la gestión y la conciencia ciudadana en torno a que la solución de muchos problemas depende más del Ejecutivo nacional, hay titulares departamentales y de capitales bien calificados, según recientes encuestas. Tal es el caso de los gobernadores de Bolívar, Antioquia, Santander, Atlántico y Valle, así como los alcaldes de Barranquilla, Cartagena, Bucaramanga, Medellín, Cali y Bogotá, entre otros.
Como se ve, un año después de que el mapa político regional se reconfigurara, es evidente que los mandatos departamentales y de las principales capitales enfrentan múltiples retos y problemáticas, incluso sin apoyo de la esfera nacional. Lo más importante es que dan una dosis de estabilidad institucional a un país en donde el Gobierno Nacional produce a diario bandazos y tremores. Si no fuera por ese muro de contención, la Nación posiblemente estaría hoy mucho más descuadernada.
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