Una prueba de fuego, inicialmente de sesenta días, es lo que implica el acuerdo de tregua que Israel y Hezbolá aceptaron, a instancias de la mediación de Estados Unidos y Francia, en el sur del Líbano.
Es claro que esta tregua no hubiera sido posible sin los certeros golpes que las fuerzas israelíes asestaron en los últimos meses a la cúpula, mandos medios y militantes de la facción radical proiraní. Como se recuerda, toda la comandancia fue abatida en bombardeos, ataques selectivos e incluso en una operación de inteligencia sin antecedentes, que implico la infiltración, interceptación y explosión de equipos de comunicación personales.
Para que la tregua se cumpla y haya alguna posibilidad de extenderla se necesitan dos elementos determinantes. El primero, que efectivamente las fuerzas libanesas se encarguen de la seguridad en la zona sur, evitando que Hezbolá busque retomar las posiciones que perdió en la reciente ofensiva israelí, sin duda las más efectiva en las últimas décadas. Y, en segundo término, es imperativo que la facción radical entienda lo advertido ayer por el propio primer ministro del Estado judío, Benjamín Netanyahu: si vuelven a atacar, la respuesta será contundente e inmediata. De hecho, algunos analistas no descartan una ofensiva terrestre israelí a gran escala.
Es obvio, por otro lado, que Israel no da por terminada su escalada bélica. Por el contrario, Netanyahu fue enfático en afirmar que ahora su Gobierno podrá concentrarse en las tensiones con Irán y la guerra de más de un año contra la banda terrorista de Hamás, en la franja de Gaza.
Así las cosas, resulta innegable que Israel, que es consciente de los duros golpes asestados a sus enemigos en Oriente Medio en los últimos meses, mantiene su ofensiva mientras que las facciones radicales, diezmadas y arrinconadas, urgen un cese el fuego para poderse reagrupar y sobrevivir.