Los algoritmos de mi vida | El Nuevo Siglo
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Sábado, 24 de Marzo de 2018
Pablo Uribe Ruan @UribeRuan
Una vez opté por compartir contenido en las redes sociales. Años después me doy cuenta que ‘el dadaísmo’ ha ganado y puede definir hasta por quién voy a votar. Sin embargo, pienso, como dice Harari, en la belleza original. A la demora

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ME LEVANTO casi todos los días a las 7. Muchas veces pienso que sería mejor salir de las cobijas a las 8, así uso menos el calentador.  Pero siempre he sabido que levantarse a esa hora es mejor, no porque al que madruge “Dios le ayuda”, sino porque, confieso, sé que lograré un mayor grado de “optimización”.

Hay días en los que olvido, por completo, que tengo celular. Al menos en esos minutos en los que mi cerebro, adormilado, se retuerce hasta lograr que los ojos se enfoquen y permitan un equilibro para caminar. Hay otros días, sin embargo, en los que me levanto de la cama de un golpe. ¡Pam! ¡pum! ¿Dónde está mi celular?

Esas veces, que son incontrolables, que son como un afán por saber, por enterarse, me dejan en evidencia: soy uno más de esta fase histórica tan particular. Sí, uno más. Aunque pretenda yo, desde mi pantalla, destacarme. ¿Me meto a Facebook? ¿Un me gusta saciará mi insatisfacción?

Todo le interesa

No es que me sienta alineado; sería una pendejada. Creo poco, o nada, que las doctrinas políticas del siglo XX -salvo algunas- expliquen esta libertad de un “me gusta”. Es libertad pura. Una vez, en una charla boba, como las que suelo tener, alguien me dijo: sabe, creo que las redes nos hacen más libres que nunca. No supe qué responder.

Tampoco sé qué responder ahora; cuando pienso, con miedo, que mi información quedó codificada en una base de datos de una empresa inglesa que entró a mi perfil de Facebook. Me aterra, en serio. ¿Sabrán que prefiero el queso curado al recién hecho?

No lo saben, creo. ¡Qué les importa si me gusta el queso Paipa! Pero me estoy diciendo mentiras; como todos ahora. Les importa, por supuesto. Sin embargo, su interés puede ser inferior al que tienen por mi gusto por la política: este tema está por encima de todos los quesos del mundo.

Hay que aceptarlo: el mundo ya no es homocéntrico; es, más bien, datacéntrico. El ‘Big data’ conoce más que mi propio vecino de su mal gusto por autores vallenatos, creo. Saben que, sin excepción, todos los viernes deja por el piso el buen nombre de este género, poniendo autores de una tal “nueva ola”. Sería bueno enviarle un par de discos de Otto Serge. O, por qué, más bien, ¿no le copio un video en redes? Es más fácil, ¿aunque puede quedar codificado mi gusto por este autor? Mejor no lo hago.

En este caso, es válida mi abstinencia. Entiendo que no estoy salvando el vallenato –como quisiera-, pero sé que el género no será “un alma fecunda sin ninguna redención”. Al final, de nada me sirve. Me acuerdo de ese viernes en el que, aburrido y con hambre, compartí un video de un autor conocido por sus “pullas”. Hasta allí quedó mi afán de incógnito.

Homo Deus

Soy un animal político, como cualquiera, aunque pongo en duda que la comunidad en la que vivo sea igual. Una tarde, también, bien aburrido, hice lo mismo que con la “pulla”. Abrí una red social y compartí mi opinión. Otra vez en ella jugué en un tablero–pendejo- que derivó en un caos, luego de comprobarse que Cambridge Analytica había usado los datos de 270.000 personas que –pendejos- jugaron en Facebook. Esto no es la “lleva”, sin duda.

Hay que aceptarlo: el mundo ya no es homocéntrico; es, más bien, datacéntrico. El ‘Big data’ conoce más que mi propio vecino de su mal gusto de autores vallenatos, creo.

Ese juego terminó en una base de datos para manipular el voto de electores en EU. Ahora sí estoy seguro que no sólo les importa el queso. Me pregunto, como el filósofo israelí, Yuval Noah Harari, ¿de qué sirve tener elecciones democráticas, cuando los algoritmos saben lo que vas a votar de todos modos? Él, en su libro Homo Deus, dice que se deben escuchar los algoritmos “ellos saben cómo te sientes, cuándo pienses en casarte, comenzar una carrera, comenzar una guerra; pregunte al algoritmo”.

No quiero dramatizar: esto no es un capítulo de Mr. Robot o Black Mirror. Tampoco es el estado policial del que habla Orwell. Esa idea hay que dejársela a los líderes de algunos regímenes de ahora. Más bien, aunque más atrás niegue la viabilidad explicativa de algunos de sus contemporáneos, pienso en Foucault y el panóptico. En este caso, en el panóptico digital, aquél que mediante internet “controla la ilusión de la libertad y la comunicación ilimitadas”, según el famoso pensador coreano, Byung-Chul Han.

Los algoritmos detectan significados y nos dicen, si queremos (esto es discutible), qué hacer. Una empresa, “No More Woof”, quiere que vivamos “al servicio” de los perros, por ejemplo. Sé que yo –un tipo que creció entre perros- los entienda, de algún modo. Pero no para tanto.

“No More Woof” está desarrollando un “casco para interpretar las experiencias caninas”. Según el portal Nieman Lab  “el casco supervisa las ondas cerebrales del perro y emplea algoritmos informáticos para traducir mensajes sencillos como “Tengo hambre”.

 

El dataísmo

El sistema de procesamiento de datos lo conocen como “dataísmo”. Alguna vez lo confundí con el “dadaísmo”, pero, para mal, no era éste. Se trata, según el experto en tecnología, Kevin Kellys, de entender “que el universo consiste en flujos de datos y que el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinada por su contribución al procesamiento de datos”.

Esos datos, como la vez que compartí la canción vallenata, se procesan mediante algoritmos, “cuya capacidad excede a mucho a la del cerebro humano”. Hay algoritmos bioquímicos y electrónicos. Dos décadas después de la Revolución Tecnológica, los electrónicos reinan, por su eficiencia.

Es el mundo del “Big data”. Todo es numerable, hasta mi gusto por el queso. Harari, el filósofo, denomina esto como “el poder inteligente”. “Aquél que nos anima a opinar continuamente, a compartir, a participar, a comunicar nuestros deseos, nuestras necesidades, y a contar nuestra vida”. “Se trata de una técnica de poder que no niega ni reprime nuestra libertad sino que la explota”, dice.

El día que compartí la canción o jugué en Facebook me sentí tan libre como cuando decidí levantarme a la 8, de manera tacaña, para no usar tanto el calentador. Me di cuenta, años después, que alguien estaba detrás, modelando mis intereses, mi voto.

Prefiero, más bien, la demora, la de “la belleza original”.