Tengo que confesar que en esto de la vida musical interesa tanto la música como el público. Desde luego que es importante, sobretodo, la calidad de la música, el respeto que los intérpretes le dedican y los niveles de inspiración cuando de transmitir sus contenidos se trata.
El público es otra cosa. Su comportamiento en uno de los termómetros para indagar sobre la propia esencia de una sociedad. No por un capricho. Sino porque es la más alta, la más abstracta y la más profunda de las manifestaciones del arte: no lo digo yo, lo dijo Schopenhauer. Por eso vale observar el comportamiento del auditorio a lo largo del ciclo de las 9 Sinfonías de Beethoven en el Teatro Mayor. Que ha sido, francamente desconcertante: multitudinario, entusiasta y bastante sensato durante las noches de la Pastoral con la Quinta y la Cuarta con la Eroica. Para la tercera noche, con la Primera y la Segunda hubo mutis por el foro, el aforo del teatro no se llenó, apareció una nueva audiencia que se delató en los aplausos entre movimientos que fueron la tónica.
Para la cuarta sesión, la del pasado sábado, objeto de esta reseña, la atmósfera estaba cargada de magnetismo, el aforo de la sala agotado casi por completo, los famosos pululaban por todas partes y las copas de champagne animaban la antesala del teatro. Es decir, todo parecía indicar que iba a transcurrir en esa misma atmósfera de un auditorio con el lleno casi completo, mucho entusiasmo y sensatez. Pero resultó que de nuevo aplaudía entre movimientos. Y una vez más el director de la Wiener Akademie le hizo el juego a esos forofos del aplauso, como quien dice, No es tan grave, esto es Sudamérica. Ya he dicho que aplaudir entre movimientos no es un delito. Fue la tónica desde cuando de la música se hizo un espectáculo hasta cuando Felix Mendelssohn inició en la Gewandhaus de Leipzig ese largo camino para que se la oyera con veneración y respeto.
No se trata de una necedad. Detrás de una sinfonía de Beethoven, que es el caso, hay mucho más de lo que el oído percibe, no solamente en materia de inspiración y capacidad de conmover. Hay, además, una ardua búsqueda para logar ser coherente, lógico mediante el dominio de una técnica que se expresa en la obsesión de lograr la unidad en el plano compositivo propiamente dicho, en el manejo de las estructuras, armonía, ritmo, originalidad y un largo etcétera que. Mendelssohn entendió con sabiduría. Efectivamente todo eso merece, al menos, algo de consideración de parte del público hacia el compositor y hacia su obra de arte.
Desde luego eso se aprende. No es sencillo. Hay que educar al auditorio y, evidentemente una fracción del de este ciclo beethoveniano no ha hecho el esfuerzo de hacerlo. Parecía que era algo ya lo logrado en el pasado, pero no.
Luego de esta necia disquisición, paso a lo ocurrido la noche del sábado, que trajo las que son la antesala de la Novena: la 8ª en Fa mayor, op. 93 y la 7ª en La mayor op. 92, ambas de 1812, son prácticamente contemporáneas; precedidas de una potente y decidida versión de la Obertura Egmont, op. 84, que antecedió a la 8ª en la primera parte del programa.
La versión de la Octava tuvo momentos realmente memorables en la gracia y buen humor del Allegretto scherzando, qué atinado el manejo del ritmo tan cargado de vitalidad, sin hacer de lado ciertos giros tan característicos del temperamento brusco del compositor en ese momento de su vida. La tónica no se mantuvo a lo largo del Tempo di menuetto por algunos deslices de las trompas, que en justicia no deberían ser imputables a los músicos, sino a los instrumentos «de época» tan poco evolucionados y complejos de dominar. Buen final para el último movimiento Allegro vivace.
Si hemos de considerar que la Séptima es, incluso para algunos, la más grande de las sinfonías de Beethoven y, en cierta medida, salvo la «Novena», la más ambiciosa de todas –Wagner decía que era «la apoteosis de la danza»- toca reconocer que la versión de Martin Haselböck con la Wiener Akademie no colmó las expectativas. No hay que perder de vista que la fuerza de la música misma es colosal en sí y hasta consigue sobreponerse a una interpretación, relativamente insatisfactoria. Insatisfactoria porque luego un bien logrado primer movimiento -qué buena actuación de la flauta para generar el clima de dramática tensión que anuncia la irrupción del primer tema que prácticamente domina el «desarrollo»-, el segundo, Allegretto no consiguió ese clima de inquietante melancolía que debe contrastar con los pasajes más extrovertidos. Bastante bien el tercer movimiento, sería necio no reconocerlo y desigual el final, con momentos extraordinarios, pero también con algunas tosquedades.
Termino con lo que es una verdad de a puño: no es fácil para una orquesta, por experimentada que sea, tocar las 9 sinfonías, una tras otra, a lo largo de cinco noches consecutivas, con el reto de hacer la Novena la última noche. Claro que se trata de un esfuerzo, eso hay que reconocerlo, pero…