En la presente oportunidad nos interesaría invitarlos a reflexionar desde la óptica de los estoicos sobre un asunto que se ha impuesto en cotidiano cuando no debería serlo necesariamente: el estrés y la hiperactividad como forma de vida recomendada por el paradigma de la vacua e intrascendente notoriedad que produce la ficticia utilidad mediática que representamos mediante la difusión de nuestro accionar.
Sin pretender invadir campos del saber que nos resultan ajenos, podemos sintetizar que el estrés, el concepto de estar inmersos en una cotidianidad que nos cansa mediante una permanente ocupación, se torna en problema cuando el quehacer que succiona casi la totalidad de nuestro tiempo responde a satisfacer una necesidad externa y no a una pasión que nos envuelve en un tipo de vocación que nos arrastra placenteramente a una actividad creativa y productiva. Dicha problemática surge cuando la hiperactividad se impone como producto de moda y de modo de vida que ha logrado sustituir el esclavismo clásico por la autoexplotación del sujeto como aparente método de realización personal.
Al respecto, Séneca ( 4 a.C- 65 d.C) nos dirá que estar constantemente ocupados no tiene que ser necesariamente bueno, en el sentido estricto en que dicha forma de vida nos estaría distrayendo de aquellos aspectos de la existencia que son realmente relevantes. Para lograr comprender este razonamiento, es crucial, en primer lugar, detener la marcha automática y pensar que no todo es importante: que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, significativas necesarias, interesantes o útiles. O, en palabras simples, casi nunca cantidad se traduce en calidad.
La recomendación estoica interpela permanentemente a centrarse prestando atención a lo que hacemos, cómo lo hacemos, para qué lo hacemos y para quién lo hacemos. Estar “ocupado” por inercia o para brindar a una sociedad virtual una imagen de utilidad ficticia es básicamente una estupidez: tranquilamente todos pueden estar realizando simultáneamente actividades totalmente intrascendentes, por más llamativas que sean o por más likes que reciban.
Ante ello, podríamos realizar un pequeño ejercicio: en calma, silencio y soledad, nos realizamos la hipotética pregunta: “si hoy fuera mi último día de vida ¿querría estar haciendo esto?”. Estimados lectores, hagan el intento de registrar sus actividades diarias ya sea en un listado material o mental al caer la noche durante al menos una semana y procedan a concluir honestamente si aquello que más tiempo les lleva cotidianamente está o no mejorando vuestras vidas o, de ser posible, con coraje pregúntense a ustedes mismos si querrían hacer lo que suelen hacer hasta el último día de sus vidas.
Un pequeño ejemplo de ello sería poder analizar cuántas horas diarias dedicamos al consumo visual de los contenidos de redes sociales. Imaginen por un instante que un hado del destino les comunica que fallecerán mañana a esta hora e interpélense inmediatamente: ¿querría pasar así mi último día en este mundo? Es muy probable que la mayoría de la gente diga que no. Pues bien, si la respuesta es no, estamos en condiciones de empezar a quitarle tiempo a esa actividad.
Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones, y no la de los demás. Las opiniones de otros tal vez puedan resultarnos interesantes e incluso podemos aprender algo de ellas, pero no son más que eso, son perspectivas y juicios sobre las cuales no tenemos el más mínimo control o poder. Ahora bien, si nos pasamos la vida buscando la aceptación y aprobación de la percepción que tienen otros de nosotros (ser notables, famosos, vistos, considerados por los demás), lo que estamos haciendo, básicamente, es tirar a la basura una cantidad considerable de nuestro precioso tiempo. La pérdida constante de tiempo en este tipo de banalidades que nos venden como necesarias nos obliga a centrarnos y preguntarnos: ¿por qué me importa esto?, ¿qué estoy haciendo y por qué lo estoy haciendo?