Son tantos y tan abrumadores los desafíos interiores que se plantea cada ser humano, ante el peligro de un inminente contagio y muerte por coronavirus, que la mente se defiende como puede.
Mientras se descubre la vacuna sólo parece haber tres posibilidades: Contagiarse y que el cuerpo se defienda e inmunice; contagiarse y morir, o esconderse tras los muros de la casa, intentando defenderse de un virus microscópico que puede llamar a la puerta, camuflado de cualquier manera.
¿Es posible seguir sobreviviendo como si no pasara nada?
¿Se puede dar respuesta con la razón a los miles de interrogantes que nos planteamos? ¿Cómo evadir el miedo y la ansiedad que produce la sobreinformación a la que nos vemos expuestos? ¿Acaso no son reales las imágenes de cientos de personas muriendo en las calles, clínicas y casas de todo el mundo? Y quizás, más que el miedo a la propia muerte, produce más angustia la posibilidad del contagio de los seres queridos y amigos. Y para muchos, resulta más doloroso aún imaginar su enfermedad y muerte alejadas de los suyos, sin derecho a un rito funerario que permita descansar en paz a vivos y a muertos. Apocalíptico, pero real.
Sin embargo, son tan abundantes e inexplorados los recursos del ser humano para sobrevivir, que vale la pena recurrir a quiénes nos pueden orientar en estos duros tiempos de pandemia. La humanidad ha acumulado una riqueza tan grande de sabiduría para aquietar la mente y el cuerpo, las emociones y el alma, que estas enfermedades físicas, emocionales y espirituales se pueden transformar en terreno abonado para sembrar y cosechar frutos de sanación.
Comparto algunos de los aprendizajes recibidos de mis conocidos y amigos, en los últimos días: “Mi yo cerebral no puede resolver la pandemia pensando”; “debo tener la humildad de aceptar la realidad tal como es”; “abandono el control, descanso sólo en lo que puedo hacer y suelto el resto”; “me permito experimentar empatía profunda y universal con los seres humanos que sufren”…
Y a partir de estos pensamientos es fácil comprender que la empatía conduce a la atención amorosa al otro, nos descentra de nosotros mismos, despierta la compasión dormida y nos impulsa a donarnos. ¿Cómo? De una y mil maneras. Algunas tan elementales como llamar a los amigos, escucharlos, compartir los mismos miedos e incertidumbres o donar alimentos y productos de primera necesidad a los más vulnerables. Pero, no se trata sólo de desembolsar dinero, se trata de involucrarse, de escuchar y acoger el dolor del que recibe, de gastarse en la expresión de los afectos.
La mayor pena es la soledad, el mundo está enfermo de orfandad y toda palabra amiga es un consuelo y un remedio.
Para dar, no se necesitar tener, sólo querer darse. ¿Desde dónde? Desde los dones y talentos individuales. Puedo elegir pararme desde la fe y cultivar la esperanza, aun en medio de la aparente oscuridad. Puedo elegir abrazar mis miedos y acoger con amor mis momentos de debilidad, puedo elegir adaptarme, ser creativo, vivir a plenitud el momento presente, acompañada de mis familiares y amigos.
Cuando terminaba esta columna sonó el teléfono, era una amiga que, mientras le realizaban su quimioterapia en la clínica, llamó para preguntar cómo estábamos y a expresarnos su afecto.