Dice el historiador británico Niall Ferguson que, para América Latina, es vital evitar por un lado el chavismo socialista que convirtió a la rica Venezuela en el país más pobre de la región y, por otro, el tipo de dictadura militar que dominó el Cono Sur hasta hace pocas décadas. Agrega que, idealmente, los grandes debates políticos en los países latinoamericanos se darían en los términos de Europa continental, entre socialdemócratas y cristianodemócratas.
En teoría, dichos bandos difieren en torno a algunas cuestiones ideológicas, pero son igualmente respetuosos hacia las reglas básicas del juego político civilizado, entre ellas la regularidad de las elecciones y la continuidad de las constituciones vigentes.
No es fácil aplicar dicho paradigma a Colombia. En primer lugar, la experiencia de la dictadura fue corta y relativamente leve en este país, hasta el punto que quien gobernó como dictador entre 1953 y 1957 por poco resulta electo en la aún polémica contienda de 1970. Por otro lado, durante la mayor parte de un siglo, el debate político nunca trascendió las fronteras que marcan las sutiles diferencias entre la social y la cristianodemocracia.
La común enemistad de ambos grupos contra el capitalismo de libre mercado los fusionó en un insípido coctel ideológico que sobrevive hasta nuestros días, cuando la competencia política consiste sólo de la repartición proporcional del botín del Estado.
Como bien escribió Juan Lozano y Lozano en 1950: “Se pensaba artificiosamente que como el Partido Liberal se había vuelto de izquierda, es decir, socialista, y como el Partido Conservador se había vuelto de derecha, es decir, socialista, allí en el intervencionismo agudo que precede inmediatamente a la nacionalización y la burocratización, nos íbamos encontrando todos”.
Dentro de esta gran pantomima, los únicos outsiders fueron, por supuesto, los comunistas, de por sí divididos entre quienes han librado la lucha armada y los proponentes de otros métodos para imponer el colectivismo.
Durante décadas, la única diferencia palpable entre socialdemócratas (Partido Liberal, santismo, verdes con agenda más bien roja) y cristianodemócratas (uribismo, grupos religiosos, sectores conservadores) ha girado en torno a cómo combatir y / o incorporar a los comunistas violentos al sistema político, donde concurren los colectivistas de todas las tendencias.
Dicho arreglo ha beneficiado sobre todo a los cristianodemócratas, quienes percibieron que, como dijo el arquitecto del Brexit, Dominic Cummings, el votante promedio es a la vez más de derecha y más de izquierda de lo que imaginan académicos y periodistas atados a obsoletos modelos ideológicos. De tal manera, la oferta de combinar la mano dura contra el crimen y el terrorismo con asistencialismo, redistribución de riqueza y dádivas de todo tipo ha sido electoralmente exitosa. Hasta ahora.
Pero puede ser una cuestión de tiempo hasta que un electorado con la costumbre de votar por un socialismo ligero en lo económico decida que el paso lógico es optar de una vez por todas por la versión auténtica. Resultado que, según mis sospechas, es mucho más cercano de lo que se piensa.