En medio de tanta convulsión, trampas, cobardía y falsedad, vale la pena escuchar a quien te dice que la misión más importante en esta vida es la de ser santos: “Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada”.
Por eso, resulta imperioso acercarnos al Señor y permitirle que nos diga si transitamos por el buen camino: “Así conoceremos su voluntad agradable y perfecta y dejaremos que él nos moldee como un alfarero”.
Lejos de ser una carrera de obstáculos insalvables, la santidad se construye a diario en los actos más simples de la existencia: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo”.
A veces, pensamos que solo podremos alcanzarla mediante actos sobrenaturales porque la historia de los santos que conocemos nos parece demasiado esforzada, inalcanzable. Pero, “lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él, y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él”
En otras palabras, todos podemos practicar la santidad en nuestro diario vivir, sin necesidad de hacer ninguna demostración fuera de lo común: “¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales”.
De hecho, se trata de algo tan simple como seguir el protocolo que las bienaventuranzas nos enseñaron desde niños: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Dejándonos guiar por el Cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuân cuando se encontraba en prisión, podemos “realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria”, así que, “lo primero es entregarle a Dios nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros”
Y es ahí donde está la clave de la nueva exhortación apostólica del papa Francisco, “Gaudete et Exsultate” (Alegraos y Regocijaos) en la lucha que, tratando de lograr la santidad, debemos emprender a diario contra el mal.
Porque “si nos descuidamos, nos seducirán fácilmente las falsas promesas del mal”, tal como podemos apreciar en las palabras del santo cura Brochero, guía de la conducta del cristiano: “¿qué importa que Lucifer nos arroje al seno de todos sus bienes, si son bienes engañosos, si son bienes envenenados?”