ALEJANDRA FIERRO VALBUENA | El Nuevo Siglo
Sábado, 6 de Abril de 2013

Demos vs. Aristos

 

“Nuestra democracia se convierte en demagogia”

Hemos presenciado estos días, una vez más, el deprimente espectáculo de una pelea política. Los titulares de los diarios han llenado de calificativos dicha situación y se percibe la incomodidad de la población frente a tan deplorable despliegue de malas formas.

Estamos nuevamente frente a la evidencia de una clase política que en lugar de aparecer como modelo y guía de la sociedad se instala en el lugar más bajo de lo que podríamos llamar, la escala de valores. En lugar de aplicar una buena retórica -una de las habilidades más anheladas en un político- ha prevalecido un discurso afectivo, carente de todo tipo de racionalidad y cuidado de las formas.

Este detalle, al que se le suele quitar importancia últimamente, forma parte esencial del ejercicio del gobierno y una falta en este sentido suele tener consecuencias más graves de lo que alcanzamos a dimensionar.

Al gobernante le corresponde guiar al pueblo por los caminos del bien común, es decir, por aquellos que no sólo le den beneficios personales (como en el esquema liberal), sino por aquellos que le exijan aprender y asumir responsabilidades frente a los otros. Un buen gobernante debe exigirle a la población con las propuestas que hace, pero sobre todo, con su propio ejemplo.

Para Platón, uno de los grandes problemas de la democracia es justamente, la dificultad de encontrar en el gobierno a aquellos que se han formado a través de la paideia y que han alcanzado un conocimiento de la verdad y unas virtudes para la acción justa. El gobierno del pueblo siempre estará destinado a la mediocridad, dice el pensador.

Para Aristóteles el modelo democrático es también problemático por el mismo aspecto. Frente al modelo aristócrata (el de aquellos preparados en el conocimiento y la virtud para gobernar), el democrático quedará siempre sujeto a los mínimos, es decir, nunca se podrá establecer para la sociedad un parámetro de excelencia, sino que se cortará por lo bajo. Esta es la consecuencia de la representatividad, pues lo que se representa es lo que se encuentra en el pueblo mismo.

Es claro pues, que los colombianos estamos en serios problemas. Nuestra democracia se convierte en demagogia (y timocracia), y nuestra supuesta aristocracia se convierte en oligarquía. Estamos afrontando las perversiones de los dos modelos de gobierno. Para los pensadores griegos el problema deriva de la falta de preparación y cultivo de sí mismo.

Los gobernantes de turno deben plantearse muy en serio, si en realidad están o no preparados para guiar a la población. Esto no sólo exige conocimientos concretos sobre los temas centrales del país, sino sobre todo, una formación virtuosa. Se suele confundir la virtud con una cuestión de corrección moral, pero la virtud va mucho más allá. Ser virtuoso tiene que ver con la capacidad de obrar bien en todo sentido. Esto indica que para quien gobierna debe ser imprescindible la virtud del buen gobierno y esto incluye ser ejemplo de acción para los demás.

La obviedad de la reflexión anterior ha hecho que esta básica condición para quien gobierna no sea considerada ya al momento de elegir un representante. Pero aún estamos a tiempo para considerar su importancia y centralidad.