Con las condiciones de tiempo, modo y lugar es indudable que la figura de Álvaro Gómez Hurtado es lo más parecido que uno puede imaginarse a una reencarnación en nuestro ámbito de una figura como fue la de Leonardo da Vinci. Excelso en los campos ético, moral e intelectual, fue faro para nuestro Partido Conservador y para el ejercicio de la misión pública de sus compatriotas.
Es tal su grandeza que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que los colombianos que pueden emularle se cuentan con los dedos de una mano: Miguel Antonio Caro, Mariano Ospina Rodríguez, y desde luego su propio padre, Laureano Gómez Castro.
Por eso nuestro más profundo orgullo es haber gozado de su amistad y su dirección cuando primero dirigía EL SIGLO y luego como embajador en Washington. Fueron grandes lecciones de vida. Su elegancia personal, su exquisito don de gentes, su señorío en el pensar y en el que hacer, es una parábola vital que nos acompañara desde y para siempre.
Gómez Hurtado era ente todo y por sobre todo un seductor intelectual, cuyo encanto extasiaba no solo a los hombres y mujeres del común, sino a las grandes personalidades con las que tuvo la oportunidad, en muchas ocasiones de intercambiar experiencias.
Era igualmente un escritor de grandes quilates al que le fascinaba hacer malabares con las palabras y las oraciones. Era un meticuloso notario del que hacer contemporáneo que no escatimaba ocasión para establecer, igualmente, el hilo conductor de la historia.
Infortunadamente Colombia no cuenta con su presencia en momentos que un relativismo moral parece invadir todos los sectores a todos los niveles. Como parte de su legado aún podemos contar con Enrique, su hermano menor y con Mauricio su hijo predilecto. Estas son también dos figuras que acompañan nuestros avatares colombianos y nos consuelan en medio de tanta mediocridad y corrupción. Gigantes todos ellos que acrecentaron el acervo conservador y nos permiten hoy sentirnos orgullosos no solo de haberlos conocido sino de haber aprendido sus lecciones.
En Colombia, mientras tanto, el gobierno de Iván Duque Márquez no encuentra un rumbo claro y esto le dificulta enormemente contactos con los gobernadores. No nos cansaremos de insistir que la tragedia de Duque y de Colombia es la sombra que proyecta el expresidente Álvaro Uribe, quién no termina por convencerse de que ya no es dueño del poder y que en consecuencia debe respetar a los que lo están ejerciendo.
A su vez es el señor expresidente que pasa sus mejores horas pensando cómo hacerle zancadilla no sólo a los dirigentes de su propio partido, el Centro Democrático, sino -lo que es más grave-, a los mismos colombianos que confiadamente votaron por él para el primer período de su gobierno y se arrepintieron en el segundo.