Pasara lo que pasara, cada diciembre nos traía un respiro de tranquilidad y esperanza. Así fuera por unos cuantos días, las preocupaciones se aligeraban, envueltas en un ambiente navideño. Empezaban a sonar los villancicos y el humor nacional entraba en su cura de reposo decembrina.
Este año algo perturba el ambiente. Se siente pesado. Enrarecido. Como si los ríos de papel plateado de los pesebres no corrieran con la placidez de siempre; los espejos no recordaran los laguitos y fueran incapaces de soportar los patos; los pastores dispersaran las ovejas de cerámica en cambio de encaminarlas hacia el portal de Belén y los reyes magos se perdieran, desorientados por las falsas informaciones.
La imaginación, que se permitió tantas audacias en los pesebres de otros años, parece esta vez cohibida entre el ambiente extraño de un país que pierde sus cimientos institucionales.
Habíamos logrado consolidar una democracia que, sin ser absolutamente perfecta, nos proporcionaba una plataforma constitucional respetuosa de las reglas de juego. Esto facilitaba una vida en común afianzada sobre legitimidades indiscutibles. Le trabajamos dos siglos a la consolidación de esos cimientos de seguridades indispensables para que la vida en común se desarrolle con una razonable institucionalidad.
No es una tarea fácil. Por eso, los pueblos que logran esos avances los cuidan al máximo y protegen sus normas esenciales. Saben que cuesta mucho trabajo aclimatarlas pero basta un instante de insensatez para reducirlas a cenizas. Y el país comenzó a rodar por ese despeñadero que lo llevará a convertirse en una democracia sin pueblo, en donde los mandatarios se zafan con una frase de la obligación de respetar las normas sagradas de conducta que juran cumplir. Y si esto se hace en grande con mayor razón se presentará en pequeño. Si los resultados de un plebiscito se desconocen y pierden las mayorías ¿Cómo impedirle a los funcionarios de rango inferior que sigan el mal ejemplo?
Si ganar es perder y perdiendo se gana ¿Cómo evitar que la democracia pase a ser un sistema en donde termine imponiéndose la minoría? ¡Bastante trabajo cuesta aclimatar una democracia con mayorías respetuosas de los derechos de las minorías para caer en una dictadura de las minorías!
La separación de podres, articulada trabajosamente por la Constitución, se derrumba si el Congreso pierde su independencia y renuncia a ejercer sus funciones para entregarlas a un Ejecutivo que, como todo poder, tiene siempre el afán de acapararlo todo. Si los jueces resignan su independencia y dejan de pensar solo en términos jurídicos, para acomodarse a los vaivenes de la propaganda y someterse al paso arrollador de los gobiernos ¿Qué será de la justicia?
Y si logra librarse por un momento de esas preocupaciones para idear un pesebre imaginativo, el ciudadano colombiano de estos días regresará a la dura realidad cuando el más desprevenido de los hijos mire el pesebre y le pregunte: ¿Dónde pusiste la oficina de impuestos? ¿Por qué ese desbarajuste cuesta tanta plata? No será suficiente cantar “con mi burrito sabanero voy camino de Belén”. El ambiente está enrarecido porque el país sabe que no vamos por ese camino.