La dejación de las armas por parte de las Farc es una buena noticia. No hay dudas ni desacuerdos sobre su importancia. Es obvio. Nadie sería tan insensato de preferir que sigan en manos de un guerrillero dispuesto a dispararlas, en cambio de arrumarlas en un rincón de las zonas donde se concentran sus antiguos portadores, preparándose para reinsertarse en la sociedad que aspiraban a revolucionar a plomo físico.
Y esto es válido a pesar de las prevenciones de algunos escépticos, que le restan importancia al episodio diciendo que sólo entregarán unas armas consideradas obsoletas por los expertos. Lo importante es que, después de formalizar la dejación, nadie podrá andar armado, y quien sea sorprendido así sea con un viejo máuser de la guerra de los mil días, será detenido y castigado conforme a la ley, sin que valga la excusa de la insurgencia justificada por las desigualdades e injusticias.
Ese es el principal efecto del desarme, por encima de las discusiones sobre el significado distinto de los verbos entregar y dejar. Los “fierros” muy probablemente se convertirán en esculturas de guerrilleros, para disputarle el honor de los pedestales a la estatua del presidente Santos, que ya se levantó en Belén de los Andaquíes.
Pronto vendrá la lluvia de ideas sobre la serie de monumentos a la paz. Irán desde unas palomas tan gigantescas como para emular con las del maestro Botero, hasta las figuras de los principales actores de La Habana abrazándose, estrechándose la mano o mostrando el texto de los acuerdos como Moisés cuando bajó del Sinaí con las tablas de los diez mandamientos.
Mientras tanto, en paralelo, se escribe la nueva historia de Colombia, sin ceñirse a la rigurosa objetividad de los hechos pues ahora, con el ropaje de “memoria histórica”, tendrá mucho más de memoria que de historia, para sorpresa de los colombianos, que difícilmente reconocerán en ella las experiencias vividas en carne propia. Ahora aparecerán referidas como la versión oficial de una época que todavía no nos hemos puesto de acuerdo en llamar confrontación, conflicto interno o guerra civil, relatada por propagandistas de la revolución triunfante. Porque historiadores fieles a los acontecimientos, ciertamente no son.
Para confirmar que en estos casos la primera víctima es la verdad, aquí la verdad histórica es la primera de las víctimas colaterales de la paz.
La “dejación” llega acompañada de las nuevas concesiones, consignadas en las leyes que implementan los acuerdos de La Habana. Ojalá esa combinación no le envíe al país el mensaje equivocado, impulsor de las ventajas que llegan corriendo por el fast track, según el cual para reconocer un buen comportamiento es necesario que venga precedido de un mal comportamiento, porque a los que observan habitualmente buena conducta no les conceden ningún mérito. No habrá monumentos que reconozcan la dignidad de las víctimas.
El metal fundido de las armas servirá para levantar las estatuas de quienes las dispararon. No alcanzará para las estatuas de los buenos ciudadanos contra quienes se dispararon.