Escuché, de golpe, una conversación de tres niños comentando sobre un quiz de literatura en que una de las preguntas -en la que coincidieron en rajarse- fue: “nombre de la tía materna de William Ospina”, y quedé como colgado de un guayacán; antes, había escuchado algo parecido, pero con la bisabuela paterna de García Márquez, y había quedado perdido en Macondo. Tal vez sean temas de estudio de “palpitante actualidad”, como decían los periodistas. Y, de contera, me enteré de que los libros que tenían por tarea leer los bachilleres eran “Del amor y otros demonios”, de Gabo; “Guayacanal”, de Ospina; “El olvido que seremos”, de Héctor Abad, y “Aquiles”, de Carlos Fuentes. Los primeros autores, excelsos exponentes de la izquierda colombiana y el último, extranjero, más disimulado.
El libro del mexicano Fuentes es una exaltación a los altares de Carlos Pizarro León Gómez (Aquiles) y sus ángeles guerrilleros “…Razones sobraban para el desánimo ciudadano es este país, razones para tirar la toalla cívica y largarse a la guerrilla…ellos eran los nuevos ángeles, enviados por la Providencia a limpiar el país, a hacer creíble la ley…”; Héctor Abad, en su alabada obra cinematográfica, se riega en prosa -bien escrita- denigrando de Dios, de la Iglesia Católica y, por supuesto, del sistema y de los partidos políticos tradicionales de Colombia. Esa parece ser, de manera deliberada, la literatura que deben leer nuestros niños para adoctrinarlos. Poco de Historia Patria, migajas de Instrucción Cívica, nada de Urbanidad pero, en cambio, quedan allí, inexorablemente atrapados entre Héctor y Aquiles.
Los jóvenes deberían leer de todo, poder comparar. ¿Alguien sabe si en la lista de útiles escolares aparecen obras de Álvaro Gómez Hurtado (La Revolución en América, la recopilación de su cátedra universitaria en varios tomos), de Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges, Carlos Alberto Montaner o, quizás, de los grandes narradores de la literatura clásica? Tal vez no. Y preocupan voces como la de Monseñor Mario García Isaza, desde su púlpito, quien acaba de poner el dedo en la llaga: “Desconcierta profundamente la realidad actual de la educación, esa institución de la que depende sustancialmente el futuro de Colombia. No solamente se ha empobrecido en su contenido de valores y humanismo, sino que los niños y adolescentes están siendo corrompidos con unos programas profundamente imbuidos de la perversa ideología de género, y un porcentaje enorme de los jóvenes bachilleres y universitarios están siendo adoctrinados por un magisterio en el que mangonea un sindicato marxista y subversivo, como es Fecode”.
Pero, por lo menos, acaba de entrar en vigencia la L. 1874 de 2017, que restablece la enseñanza obligatoria de la Historia de Colombia. Ojalá se cumpla y no corra igual suerte que la Ley General de la Educación (115 de 1994) que replica, vanamente, el art. 41 de la Constitución Política, declarando obligatoria la Cátedra Cívica en los colegios. Por algo habrá que empezar, de nuevo.
Post-it. El Covid se nos sigue llevando a los mejores hombres. Hoy tenemos que llorar a Herbin Hoyos Medina, apóstol radial de todas las víctimas del secuestro. Paz en su tumba.