Un balance parcial de lo que hasta hoy ha generado el proceso de paz con las Farc arroja, en el nivel institucional, un resultado negativo.
En efecto, si bien hubo una entrega de algunas armas (certificada por Naciones Unidas), se constituyó un partido político y hasta ahora no se habla de ataques terroristas, homicidios, crímenes de guerra o de lesa humanidad, secuestros, reclutamientos de menores, siembras de minas antipersonas u otros delitos atribuibles a las desmovilizadas Farc como tales, aunque sí a sus llamadas “disidencias” -cada vez más grandes y agresivas-, lo cierto es que nos hemos quedado esperando noticias acerca de asuntos tales como la suerte de muchos de los plagiados por aquéllas; el monto real del patrimonio ilícito de esa guerrilla, según la Fiscalía, aún no ha sido revelado a las autoridades; no han sido liberados todos los menores reclutados ni se sabe dónde están; muchos desmovilizados han abandonado los campamentos; no han sido reparadas las víctimas, y, hasta el momento, no ha habido aplicación de la justicia porque la JEP no ha funcionado, y, por el contrario, pasa por una prematura y preocupante crisis de credibilidad.
El Gobierno proclama ante la comunidad internacional que la paz es completa, pese a acontecimientos tan graves como los que se viven en Tumaco y en la región del Pacífico y no obstante el terrorismo, los secuestros y los crímenes cometidos por los disidentes de la Farc. Además, insiste en los diálogos con el Eln, sin una probada voluntad de paz de esa organización, frente a la cual cometerá tal vez los mismos errores cometidos durante y después del proceso de La Habana. Entre ellos, el más protuberante: no haber exigido -ni exigir ahora- compromisos iniciales de la respectiva organización y de sus líderes, ni unas condiciones mínimas indispensables para adelantar unas negociaciones serias, como la liberación inmediata de secuestrados y reclutados, reintegro de los bienes ilícitamente adquiridos, reglas claras sobre sometimiento al orden jurídico institucional, hechos objetivos y verificables de verdad, justicia, reparación a las víctimas y garantía de no repetición.
Además, firmado el Acuerdo Final, no se ha evitado la corrupción en cuanto al manejo, destino e inversión de los recursos previstos para la cristalización de los objetivos de paz buscados; ha habido reclamos de los gobiernos extranjeros que donaron fondos con ese propósito; las explicaciones gubernamentales no han sido satisfactorias, y la Fiscalía General investiga toda una red delictiva que, al parecer, ha hecho de las suyas con la contratación.
Lo peor desde el punto de vista institucional ha consistido en la pérdida de independencia del Congreso; la aprobación descuidada y apresurada de normas constitucionales y legales incoherentes y mal estructuradas; la innecesaria y desordenada sustitución constitucional, al punto de haberse desdibujado y resquebrajado el principio de supremacía de la Carta Política; el debilitamiento y la excesiva complacencia del sistema de control de constitucionalidad; la pérdida de control del Estado sobre la totalidad del territorio; además de la reincidencia de desmovilizados en el delito, con la tácita complacencia estatal, la impunidad para muchos crímenes, inclusive de lesa humanidad, y una administración de justicia especial muy demorada y, según denuncias internas, altamente burocratizada. Y ello sin hablar del caso “Santrich”, ni de los incumplimientos de compromisos, de parte y parte.
En fin, un balance negativo que contradice los optimistas discursos presidenciales.