Con la alternancia presidencial Colombia abrió una ventana de oportunidad social, desactivando movilizaciones en boga en la región, pero a la vez aceleró expectativas de cambio, en medio de la inestabilidad económica mundial.
Consolidar la unidad nacional permitirá contar con un espacio de convivencia política para asegurar reformas y blindar la institucionalidad frente a alternativas de disrupción constitucional, en tanto, un buen pulso para enfrentar los retos inflacionarios abrirá un horizonte con amplias posibilidades.
No obstante ser el peso una de las monedas más devaluadas, las proyecciones económicas ubican al país con un crecimiento anual superior al 6%. Por ello, se anticipa que la transición presidencial tenga un impacto en contenido y estilo, no solo al interior sino en el orden regional, como quedó claro con el discurso de posesión.
Se impone no desconocer lo que acontece en el mundo luego de la pandemia. Meter la cabeza en la tierra no conviene, pues la historia está transitando a nuevas realidades y desafíos globales, en los que Colombia está llamada a cumplir un renovado papel.
En la invasión a Ucrania parece Rusia tener más opciones de éxito, frente a las perspectivas de Europa, angustiada por las crisis energética e inflacionaria. La violencia en las calles, la situación económica y el desgaste de la imagen presidencial en los Estados Unidos, evidencian debilidades de la potencia que ve la alborada de un mundo multipolar.
Afloran conflictos por Taiwán y se recrudece la violencia entre Israel y Palestina, por lo que la supervivencia de la humanidad depende de no cometer un error, como lo advirtió el Secretario de Naciones Unidas, al referirse al peligro nuclear.
Y aunque en el país prevalece el debate parroquial por la distribución burocrática, es hora de levantar la mirada y alentar una comprensión global e histórica.
Es el momento de Latinoamérica, es la hora del liderazgo de Colombia, pues no hay otra nación que pueda tomar la posta por un nuevo rumbo regional.
Centrar la agenda diplomática en la consolidación de la paz es un acierto, superando el discurso de la cooperación basada en el narcotráfico y la dependencia militar. Comprometer los esfuerzos estatales por la vigencia de los derechos humanos, en armonía con mandatos interamericanos y mundiales, es tan oportuno como visionario.
Ello comporta refrescar el diálogo internacional y centrar la atención en temas de protección planetaria, cambio energético, deuda por gestión ambiental, políticas antidrogas e internacionalización de derechos, más allá de la globalización de los mercados. Se trata de dejar atrás los bloques, construir una unión latinoamericana y aplicar una diplomacia práctica, que facilite soluciones ciudadanas en migración, salud, energía, infraestructura y desarrollo.
Es prioritario revitalizar instancias regionales como la OEA y renovar los vínculos con otros continentes, empezando por un audaz viraje frente a las prioridades de interacción con los vecinos andinos. Tan necesario restablecer relaciones con Venezuela y redimensionar el mercado con ese país, como identificar oportunidades de desarrollo económico y democrático en la comunidad bolivariana.
Interpretar las condiciones globales pos-covid abre el camino para que el país se consolide como un referente regional y se fortalezca para enfrentar los retos de la inflación, la desigualdad y el nuevo orden planetario. El mundo reclama nuevos liderazgos.
Ello dependerá de la capacidad del nuevo gobierno para dialogar y construir consensos. Ejecutar las propuestas ganadoras en las urnas, sin imponerlas, ni abandonar la construcción argumentativa democrática, hará posible que cambios esperados ocurran en lo nacional, pero a la vez permitirá desplegar un accionar internacional hasta ahora inédito.
Lo de ser potencia mundial resulta una utopía realizable.