Colombia, potencia mundial de promesas | El Nuevo Siglo
Jueves, 5 de Diciembre de 2024

Escribo esta columna en la tarde del miércoles. Acaba de conocerse la renuncia de Ricardo Bonilla a su cargo de ministro de Hacienda, con lo cual, me imagino, el proyecto de reforma tributaria -o ley de financiamiento, como la llamó el Gobierno eufemísticamente- queda condenado a su archivo.

La muerte de la reforma tributaria no impide, sin embargo, formular unas reflexiones sobre el panorama fiscal del país y la situación de los contribuyentes.

Desde la aprobación de la Constitución del 91, el país ha sufrido del orden de 20 reformas tributarias ordinarias más las implementadas en desarrollo de estados de excepción. Sin embargo, las cuentas siguen sin cuadrar. El déficit asecha, la deuda pública crece y el país sigue sin satisfacer muchas de las obligaciones previstas en las leyes.

Esta senda no impidió al ministro del Interior promover la reforma al Sistema General de Participaciones que aumenta la tajada de las entidades territoriales a cerca del 40% de los ingresos ordinarios de la Nación. Una iniciativa equivalente a nueve reformas tributarias adicionales. Me imagino que el cálculo no toma en consideración el desincentivo que generan los tributos adicionales para el desarrollo de las actividades productivas.

Se ha hablado en infinidad de oportunidades sobre las inequidades del sistema tributario y su incapacidad de controlar la evasión. Las sucesivas reformas siempre terminan por castigar a los mismos: al consumo, a las actividades formales, a las empresas y los empleados. También se ha hablado sobre la necesidad de hacer un uso eficiente de los dineros públicos. No tiene sentido que el Estado succione sin piedad los recursos de los particulares para luego derrocharlos con la mayor negligencia e incluso para dilapidarlos en toda clase de actos de corrupción. Dos campos en los que la administración Petro lleva una clara delantera.

El tema admite otra mirada, que es la relativa a la dimensión de los compromisos que asume el Estado con su población, a los derechos que dice asegurar. Porque lo cierto es que cada uno de los derechos que el Estado recoge en las leyes es una especie de contrato que obliga al Estado a proporcionarle al beneficiario lo prometido.

O, al menos, así debería ser: las normas deberían ser cumplidas. En particular, aquellas que reconocen prestaciones. Nada sacamos con un catálogo interminable de promesas que no se satisfacen o que lo hacen de manera parcial, incierta y desigual.

Ésa, de hecho, es una característica típica de los países desarrollados: las garantías son de verdad. Por eso, sus catálogos de derechos con frecuencia son más cortos y precisos. Existe una planeación juiciosa de las políticas públicas. Cada nueva obligación del Estado se sopesa con rigor. Las normas sólo recogen aquellos compromisos posibles de honrar. Hay una noción clara de la responsabilidad política. Los incumplimientos generan castigos.

En este país seguimos el camino contrario: primero consagramos los derechos y luego miramos cómo cumplirlos. En salud y pensiones; en infraestructura y paz. Esta “metodología” no hace sino generar constantes presiones fiscales adicionales. El Estado vive a la búsqueda desesperada de nuevos recursos para satisfacer los viejas ofrecimientos incumplidos, y también los nuevos, que igualmente habrá de incumplir. Por más que el país ahorque a sus contribuyentes, los recursos resultan siempre insuficientes. Aunque, eso sí, somos potencia mundial de las promesas.

ljsalgar@hotmail.com