Hoy quisiéramos reflexionar sobre un asunto que consideramos estrictamente crucial: la necesidad del silencio en un mundo plagado de barullo, voces disonantes y discordantes mezcladas en un caótico tumulto que hace demasiado ruido mientras que no dice nada. Desde la filosofía podemos intentar comprender al silencio como un lugar al que debemos asistir a diario al momento de crearnos una pausa, un momento propicio para la reflexión y la contemplación necesario para el desarrollo del pensamiento crítico que apunte siempre a la búsqueda de una vida digna, libre, auténtica y con sentido real.
Recordemos brevemente que Sócrates enseñaba a sus discípulos que la sabiduría comienza siempre con el reconocimiento de nuestra propia ignorancia mediante la trillada y mal traducida frase tan compartida (y tan poco comprendida) "sólo sé que no sé nada". No se trata de falsa modestia, sino de la normal aceptación del desconocimiento ante el cual se requiere de una preparación, un cultivo de sí, un cuidado y una prudencia intelectual que nos conduzca a acercarnos a aquello que desconocemos.
Por su parte, Martin Heidegger, uno de los filósofos más influyentes del Siglo XX, sostenía que el silencio no es la simple ausencia de ruido, sino un fenómeno fundamental para la revelación del ser en nuestra existencia. Recordemos que en su obra "Ser y tiempo" exploró el concepto de "quedarse callado; callarse" (Schweigen) como actitud crucial del ser humano frente al mundo: el silencio no es la carencia de palabras, sino un modo de ser en el mundo, que nos permite abrirnos a una comprensión más auténtica de la realidad. En ese sentido, el lenguaje no es solo un medio de comunicación, sino que es la casa del ser, el lugar donde se despliega nuestra comprensión tanto del mundo como de nosotros mismos. Dicho despliegue se hace prácticamente imposible en el oscurecimiento permanente que representa el constante parloteo y la charla superficial que llena nuestra vida cotidiana.
Desde un punto de vista ontológico, el silencio sería una forma de reconectar con la esencia del lenguaje mismo, con aquello que se encuentra más allá de las palabras, puesto que allí es donde se puede experimentar la presencia plena del ser, revelándosenos nuestra finitud. Sin el ámbito del silencio no podríamos enfrentarnos a nuestro propio ser-para-la-muerte, es decir, nuestra conciencia de la temporalidad que nos constituye. En otras palabras, más accesibles puesto que el alemán precitado era bastante cabrón para explicar algunas cuestiones, las personas que no se permiten así mismas el don del silencio, ni siquiera saben que están vivas, ni por qué, ni para qué, y tampoco les interesa saberlo, puesto que es en el silencio donde uno se acerca a un ápice de trascendencia mediante la autenticidad propia del pensar que escucha, y luego pregunta, en lugar del necio que nunca pregunta porque cree tener todas las respuestas.
Sin esta práctica habitual de reflexión introspectiva, es imposible siquiera considerar la posibilidad de que un ser humano pueda comprender mínimamente lo que sucede en sí mismo y en el mundo que le rodea y mucho menos en un contexto en el que la "información" es bombardeada permanentemente de forma abrumadora en cuanto que estamos atravesados por el reinado de la era de la opinión instantánea, vacía, carente de argumentos válidos y certeros que no hacen más que favorecer la producción en masa de noticias falsas y difamaciones gratuitas al alcance de todos.
Lo que estamos anunciando aquí es bastante sencillo: sin silencio, no hay reflexión. Sin reflexión, no hay autocrítica. Sin autocrítica, no hay honestidad intelectual. Sin honestidad intelectual, es imposible ser una persona socialmente sensata. Siendo unos cretinos que nos creemos nuestras propias mentiras por falta de reflexión e introspección, no estamos siendo otra cosa que aparatos funcionales a un modo de vida enfermizo y esclavizante, en el cual nadie está dispuesto a hacer nada por nadie justamente porque resulta in-comprensible cualquier situación ajena a la nuestra.