Al concluir la Primera Guerra Mundial, en una Europa azotada por el radicalismo, W.B. Yeats observó que “los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad.” La creciente severidad del cambio climático nos pone en riesgo de caer en la trampa de Yeats, un combate contraproducente entre quienes ignoran el problema, y quienes, abanderándose de la causa ambientalista, buscan acaparar protagonismo, sacrificar cualquier búsqueda de la eficiencia, y evitar el escrutinio de sus acciones.
Esta última es la posición del presidente Petro, cuyas posturas ambientales, además de extremistas y quijotescas, son inconsistentes con un gobierno que solamente ha entorpecido la descarbonización en nuestro país.
Contrario al delirio petrista de una Colombia oligárquica y extractivista, hemos logrado la transición energética más exitosa de cualquier economía latinoamericana importante durante las últimas tres décadas. Entre 1991 y 2021, según el Banco Mundial, redujimos en un 40% nuestras emisiones de carbono por unidad de actividad económica. Antes emitíamos 2.0 toneladas de carbono para generar $10,000 dólares en bienes y servicios. Hoy, solo emitimos 1.2. Comparados con Brasil, México, Argentina, Perú, y Chile, hemos logrado la mayor reducción en esta tasa, pasando así de ser el tercer país más carbono-eficiente del grupo en 1991 al más carbono-eficiente en 2021. Si el mundo fuese tan carbono-eficiente como Colombia, sus emisiones se reducirían a niveles no vistos desde 1973.
Estos avances se deben a un estado comprometido con las inversiones en energía limpia. Grandes proyectos hidroeléctricos como la Presa Alberto Lleras (1992), Hidrosogamoso (2014) e Hidroituango (2022) nos han permitido producir más energía hidráulica que cualquier otro país hispanohablante. Reconociendo las limitaciones de la energía hidráulica, el desarrollo de energías alternativas ha sido aún más alentador -solamente en el gobierno de Iván Duque, nuestra capacidad solar y eólica se multiplicó por 36-.
También han resaltado las grandes inversiones en infraestructura de transporte. Sería difícil imaginar cuántos más carros contaminarían el Valle de Aburrá sin el metro elevado (1995). Hemos conquistado nuestras cordilleras, reduciendo los tiempos de transporte y, por ende, el uso de combustible, con ambiciosos proyectos viales. ¿Quién, en 1991, habría anticipado una Colombia conectada por los dos túneles viales más largos de América, superando todo lo construido en Estados Unidos, Canadá y Brasil?
Desgraciadamente, esta alegre marcha hacia el futuro se ve amenazada desde el Palacio de Nariño. La reforma tributaria y el creciente riesgo político y jurídico ya han frenado la construcción de nuevos proyectos de energía renovable -destaca la suspensión del parque eólico Windpeshi en La Guajira, cuya producción habría abastecido una población del tamaño de Barranquilla-. El chantaje del presidente contra el Metro de Bogotá promete generar nuevos retrasos, condenando a los capitalinos a formas más contaminantes de transporte. Finalmente, su celo contra la producción doméstica de hidrocarburos es una amenaza a nuestra soberanía energética. Si tuviéramos que importar gas venezolano, el precio final de este se triplicaría, obligando a millones a regresar a la leña y el carbón, fuentes de energía mucho más contaminantes.
No, señor presidente: el mercado no es, como dijo en Francia, lo que “lleva a la extinción a la humanidad.” Al contrario, desde que cayó el muro de Berlín y Europa desmanteló algunos de los estados más carbono-ineficientes del planeta para reemplazarlos con economías de mercado, las emisiones absolutas del viejo continente se han reducido en un 30%. Los enemigos de la descarbonización son el dogmatismo y la ineficiencia, representados perfectamente en el actual gobierno.