Este 7 de julio se cumplen 27 años de la entrada en vigencia de la Constitución de 1991. Aunque los delegatarios firmaron solemnemente unos papeles el 4 de julio, ese no era el texto constitucional -según testimonio de quien fuera Secretario de la Asamblea Nacional Constituyente, el Dr. Jacobo Pérez Escobar-, y la Constitución solamente fue promulgada el 7 de julio. Mientras tanto siguió rigiendo la de 1886 con sus reformas, derogadas expresamente por el artículo 380 de la nueva Carta Política.
No cabe duda de los profundos cambios institucionales que trajo consigo la Constitución de 1991: valores y principios fundamentales que se han proyectado a todo el ordenamiento jurídico; soberanía popular; un concepto claramente democrático y participativo; consagración de mecanismos de participación del pueblo; formulación de postulados de tanta importancia como la intangibilidad de los derechos humanos y el respeto a la dignidad de la persona; exaltación de la justicia, la igualdad, el trabajo, la tolerancia y la solidaridad como fundamentos del orden jurídico; todo un estatuto superior y prevalente orientado a la realización y vigencia de un genuino Estado Social de Derecho; la más completa declaración de derechos, tanto fundamentales como políticos, sociales, económicos y colectivos; consagración de acciones judiciales aptas para la defensa y efectividad de los derechos; igualdad real y sustancial para los grupos tradicionalmente discriminados y marginados; tutela judicial efectiva de los derechos fundamentales; bloque de constitucionalidad; mayores poderes en cabeza de los jueces y tribunales en guarda del imperio de la Constitución y la realización de los principios constitucionales básicos; reconocimiento de la diversidad étnica y multicultural; reivindicación de los derechos superiores de los niños; equilibrio entre las ramas y órganos del poder público; restricción a los estados excepcionales, para evitar abusos de los gobernantes; descentralización territorial y mayor autonomía de las entidades territoriales; fortalecimiento del sistema de control constitucional. En fin, una Constitución, si bien extensa, decididamente progresista que ha servido de ejemplo a varias constituciones latinoamericanas, con instituciones como la Corte Constitucional y la acción de tutela, que por vía jurisprudencial y doctrinal, han dado forma a un sólido sistema democrático y participativo y se han perfilado como elementos esenciales para garantizar la vigencia de un armónico y ejemplar conjunto normativo.
Infortunadamente, esa armonía constitucional duró muy poco. Desde 1993 se impulsaron –de manera irresponsable- las reformas de la Carta. Sucesivos gobiernos y congresos, en busca de logros políticos de coyuntura -casi siempre inferiores a los altos intereses de la República-, han venido socavando esa estructura original. La Constitución ha sufrido en estos años cuarenta y seis reformas, la mayoría innecesarias, que han terminado por desdibujar el sentido y el espíritu del año 91. Ha brillado por su ausencia la sindéresis. La facultad de reforma se ha ejercido sin cuidado, sin mayor debate, sin el necesario estudio que permita el diseño de un sistema coherente. Ha faltado el sentimiento constitucional del que hablara Karl Loewenstein. Y hoy tenemos una abigarrada suma –creciente- de disposiciones constitucionales, con elementos los más diversos y confusos, bien difíciles de interpretar; no pocas incoherencias, algunas contradicciones y muchas normas inaplicadas.
Por si fuera poco, las reformas aprobadas en los últimos años, so pretexto de implementación del Acuerdo de Paz, han completado ese panorama constitucional incierto.