Nuestro país siempre se ha opuesto a los regímenes totalitarios, aquellos que no solamente buscan concentrar el poder político, sino reducir toda la vida económica, social y cultural de una nación a los caprichos ideológicos del gobernante. Son quienes ven enemigos y obstáculos no solamente en sus oponentes políticos, sino también en todo el empresariado, las iglesias, la familia, la prensa, y cualquier otra institución que pueda defender sus propios intereses. Son quienes han erradicado en sus países la iniciativa privada, el periodismo independiente, y hasta las celebraciones navideñas.
Colombianos valerosos han muerto luchando contra el totalitarismo, ya sea contra la Alemania nazi en la década de los ‘40, Corea del Norte en los ‘50, o en nuestro propio territorio desde los ‘60. Por eso resulta tan preocupante que hoy nuestro presidente sea un férreo defensor del régimen cubano.
Lejos de brindarle vidas dignas a sus habitantes, la dictadura ha resultado fenomenalmente empobrecedora. Se estima que los ingresos per cápita de Cuba hoy son semejantes a los de Colombia en 1990, y que el 70% de la población vive en la pobreza extrema, dada la inmensa corrupción e ineficiencia del aparato estatal socialista. Estas cifras son aún más tristes considerando el gran potencial desaprovechado de la isla. En 1958, a vísperas de la revolución, Cuba compartía el potencial turístico, comercial e industrial de otras economías del Caribe, como Panamá, República Dominicana y Puerto Rico. De haber crecido, desde 1959, a ritmos comparables a los de esas economías, hoy Cuba gozaría de ingresos semejantes a los de Chile o Uruguay.
Aun así, el mayor pecado del régimen no fue intensificar la pobreza en Latinoamérica, sino importar el totalitarismo a una región bautizada en la libertad. En 1963, Cuba se convirtió en el primer país del hemisferio occidental en realizar interferencias radiales, usando tecnología soviética. Desde 1965, fueron los primeros latinoamericanos en construir campos de concentración cuyas víctimas no sólo correspondían a oponentes políticos, sino también a aquellos perseguidos por su religión o sexualidad. El régimen produjo aproximadamente 91,000 víctimas mortales, de las cuales hay registros completos de 10,723, en un país con menos habitantes que la Sabana de Bogotá. Hasta entonces, los peores tiranos de nuestros países habían sido caudillos brutales pero primitivos en sus métodos y ambiciones. Fidel Castro inauguró en América el totalitarismo más cruel y sofisticado de la era moderna.
El proyecto castrista es esencialmente imperialista. Así lo evidencia su apoyo a grupos terroristas a lo largo y ancho de Latinoamérica, incluyendo a las Farc, el Eln y el M-19 en Colombia. Incluso llegó a extender sus ambiciones a África al interferir en Angola y a Europa mediante el terrorismo vasco.
En este siglo, no hay mayor imperialismo económico en toda América que la extracción de cientos de miles de barriles de petróleo diarios de Venezuela por parte del régimen cubano y sus cómplices chavistas, cuyo valor la atormentada Venezuela probablemente nunca recuperará.
John Lewis Gaddis, el gran historiador de la universidad de Yale, ha argumentado que el régimen estalinista buscaba proteger “a Stalin, a su régimen, a su país y a su ideología, precisamente en ese orden”. Fue tal vez peor la mentalidad de Castro, cuya actuación en la crisis de los misiles en 1962 demuestra que él habría preferido morir en una conflagración nuclear, junto a todo el resto de la humanidad, antes que ver a Cuba libre de su régimen.
Los defensores de un estado así no son dignos de gobernar una república.