Después de años de insistencia, la Procuraduría General de la Nación optó por requerir, con mensaje de urgencia, al gobierno de Bogotá, como advertencia para que tome acciones inmediatas ante la saturación de las basuras alrededor de los contenedores, principalmente en las avenidas, al indicar que se bordea la posibilidad de una nueva emergencia sanitaria.
Esta situación la vivió también la ciudad de Seúl -que tiene un número de habitantes similar a Bogotá- y la solucionó con la instalación de contenedores de basura compactadores (y de energía solar), imitando la labor doméstica de apretar los plásticos entre botellas, para convertirlos luego en ladrillos o material de construcción.
Compactar la basura hace que se pueda almacenar hasta cuatro veces más de su volumen inicial e impide el desbordamiento de desechos. La diferencia es toda. Mientras en Bogotá la tasa de reciclaje es del 16%, Seúl logró elevarla al 46%. Pero esto requiere, como también lo hizo Taiwán, de una clara decisión administrativa, casi que de una obstinación, sin aguas tibias y de una formación que se asiente firmemente en la conciencia pública, como lo indicaron sus inspiradores, política que borró su estigma de isla de la basura y la posicionó con las mejores tasas de reciclaje.
Por supuesto que los contenedores soterrados (bajo tierra, con entrada sobre el andén en forma de buzón, que el camión eleva por vía hidráulica), son una buena opción frente a los atiborrados contenedores en superficie, que inducen a la proliferación de vectores, gas metano y lixiviados, que tanto preocupa a la Procuraduría, sin contar su indebido uso por parte de habitantes de la calle o como escondedero de otros. Sin embargo, los subterráneos no son apropiados para echar material reciclable y su número es ínfimo por habitante. Simplemente, ningunos dan abasto.
Bogotá genera diariamente 7.500 toneladas de residuos (equivalente a un kilogramo de basura por persona), de las cuales 1.200 toneladas son aprovechables por la labor que ejercen cerca de 22 mil recicladores. La separación de residuos desde la fuente en bolsa blanca (aprovechable) y bolsa negra (orgánicos y ordinarios) es un sofisma. Si los recicladores no seleccionan el material antes (ni las riegan), una vez pasa el camión de la basura, bolsas blancas y negras no tienen ninguna diferenciación y terminan revolcadas y revueltas al son y ton.
Tampoco es comprensible la abolición de la recolección separada, de años anteriores, que disponía de vehículos y días exclusivos para recoger el material aprovechable. Tener hábitos de clasificación de residuos, en estas circunstancias, es decepcionante. Si no se establece un vínculo con empresas, fundaciones o recicladores que prestan el servicio (casi nadie acude a este sistema), la opción general es considerar que es la obligación del Distrito, que lo deja a expensas de los recicladores, de unos contenedores de capacidad mínima y al revuelto que hacen los camiones de los operadores hasta llegar a puerto, lo cual genera un rezago inmenso y pone a la ciudad por debajo de la creciente. Reciclar no puede ser un viacrucis (columna publicada en diciembre de 2020).
En contraste, Bogotá debería ser una tacita de plata en correspondencia con los altos niveles de las tarifas de recolección de basuras, como dijo el mismo director de la Unidad Administrativa de Servicios Públicos (UAESP). Alternativas las hay, pero tienen que ser de alto impacto. El quid es ese: el propósito y las medidas son de muy corto alcance y la crecida de la basura es exponencial. Seúl y Taiwán pudieron dar el salto.
* Presidente Corporación Pensamiento Siglo XXI
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