Es mucho lo que últimamente se ha dicho y hablado sobre el primer Nobel colombiano en Literatura, ese “árbol frondoso y eterno” y, la reacción de Gabo al enterarse de que la Fundación Nobel le otorgaba el premio: “¡Mierda, se lo creyeron! ¡Se tragaron el cuento!” (Gabo: 2003, 249), expresión que evitó en su discurso de aceptación, titulado La soledad de América Latina.
García Márquez tardó dieciocho meses ininterrumpidos en escribir la novela, encerrado al interior de ese cuarto bautizado como «La cueva de la mafia» en la casa alquilada donde vivía, ubicada en la calle La Loma, número 19, San Ángel, Ciudad de México, ese pequeño barrio pueblerino, similar a la Zipaquirá fría, rebelde y republicana en la cual vivió el cataquero, entre 1943 y 1946, cuando fue coplista, poeta, caricaturista y dibujante, antes de aprender a escribir a máquina, y, al tiempo que fue novio de Lolita Porras y Berenice Martínez.
El primer capítulo de la novela Cien años de soledad, como primicia, se publicó el 1 de mayo de 1966 en el diario El Espectador de Bogotá y que luego, en 1967, Editorial Suramericana de Buenos Aires sacaría al mercado, una vez aprobada la segunda parte del libro, que llegó, por error, al editor Francisco Porrúa, pues como era un texto tan voluminoso y la esposa de García Márquez sólo tenía cincuenta y tres pesos mexicanos, de los ochenta y dos que costaba el envío completo, dividió el paquete en dos sobres y envió uno de ellos.
El texto no comenzaba con aquella frase que tuvo el autor en la cabeza, mientras iba de paseo con la familia, a Acapulco: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
“Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche” (Gabo: 2007, 60). La vaca aparece cuatro veces en el texto, aquí con el café y en tres versiones distintas, para apartar a la gente con el agregado de una vida no muy extensa. Tal vez, mover las vacas, tiene que ver con ese momento de ensoñación que tuvo Gabo rumbo a Acapulco, cuando además estuvo a punto de atropellar un semoviente en la carretera. Su hijo Rodrigo dio un grito de felicidad: “¡Yo también, cuando sea grande, voy a matar vacas en la carretera!”, ¿Qué diría la ministra Muhamad de esa exclamación?
Ese es García Márquez, alguien que como dicen algunos (Inger Enkvist y Ángel Rama, por ejemplo), luego de publicar esta novela y de ese encierro de 566 días, “ya no es el escritor que fue sino un “viajante político-cultural”, “un animador o relacionador que opera entre los centros de poder político de la izquierda”. Su papel de escritor «ha sido logrado con la literatura, pero nada tiene que ver con ella” (Cobo Borda: 1995, 553).