Para nadie es un misterio que en nuestro ordenamiento civil (Ley 57 de 1887) campeaba una suerte de capitis deminutio en contra de la mujer: se privilegiaba un concepto patriarcal heredado de los derechos romano, canónico, español y napoleónico; existía la potestad marital, que otorgaba al marido derechos y obligaciones sobre la persona y bienes de la mujer; el esposo era quien decidía, unilateralmente, el domicilio del hogar y desde 1939 la mujer debía tomar el Echeverri, precedido de la partícula "de", como señal de pertenencia.
Pero la Constitución Política del 91 borró de un plumazo cualquier atisbo de diferencia entre los sexos, su art. 13 dijo que “Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica”, y el art. 43 recalcó que “La mujer y el hombre tienen iguales derechos y oportunidades. La mujer no podrá ser sometida a ninguna clase de discriminación”. Aquí no hay tutía.
No obstante, por sentencia C-804 de 2006 (en control de constitucionalidad) la Corte, atendiendo una demanda de un ciudadano, decidió barrer con el 95% de art. 33 del Código Civil (CC), para dejarlo reducido a su mínima expresión, expresando, en conclusión, el súmmum de la obviedad en tinta negra: “La palabra persona en su sentido general se aplica a individuos de la especie humana, sin distinción de sexo”. Don Perogrullo en acción. El texto original daba a entender, palabras más, palabras menos, que el término “hombre” comprendía ambos sexos en materia legal; además, el art. 74 ya lo había corroborado, con claridad meridiana: “Son personas todos los individuos de la especie humana, cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición”.
Viene ahora una reciente sentencia, la T-344/20, que ha alborotado nuevamente el avispero, porque de manera tangencial justifica la falta de aplicación del enfoque diferencial con perspectiva de género por parte de los jueces de la especialidad civil y señala: “En la presente providencia el uso de los sustantivos masculinos genéricos se entiende que incluye en su referencia, en condiciones de plena igualdad y equidad, a hombres y mujeres sin distinción de sexo. Por esta razón, siguiendo las recomendaciones de la Real Academia Española (RAE) en materia de uso del lenguaje inclusivo, en el texto de esta sentencia se prescindirá de la doble mención del género por considerarse innecesaria”. Y me parece bien. El lenguaje doblemente inclusivo es redundante y empalagoso. Con sólo decir contagiados y muertos (por covid-19) ya entendemos, como Julio Jaramillo, que “en el fondo de la fosa (hombres y mujeres) llevaremos la misma vestidura”.
Post- it. Por fortuna no han prosperado las demandas contra la definición de matrimonio del art. 113 del CC: “Es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer…”. Ojalá esté bien lejano el día en que se amplíe la colada a “hombre con hombre, mujer con mujer y del mismo modo en sentido contrario”, como decretaría la reina.