¿Es posible pensar y comportarse como si el virus no existiera? Sí, algunos pocos lo hacen
¿Es posible sobrevivir dándole la espalda? No se sabe.
¿Quién decide sobre la vida y la muerte? Para los creyentes, Dios y nuestra voluntad de auto cuidarnos. Para quienes no lo son posiblemente decidan otros factores, como las leyes del mercado o la escasez de ventiladores o la suerte, o unos cuantos en el mundo, que se sienten los dueños de la vida y de la muerte. Como si ellos creyeran sobrevivir de espaldas al virus.
El análisis se complica porque lo dramático, lo inverosímil, las más rebuscadas conspiraciones y hasta lo apocalíptico, tienen destellos de verdad mezclados con la imaginación, la ignorancia y el desconcierto generalizado.
Es fácil vivir como si nunca fuéramos a morir y a eso sí que estamos acostumbrados en nuestra cultura, a darle la espalda a la muerte.
Además, los líderes del mundo entero se ven tan falibles y desconcertados como nosotros, en cuando a la cura de la pandemia. La ignoran, al igual que el resto de los mortales.
En medio de la confusión se hacen aún más visibles otras ambiciones habitualmente camufladas. Quién manda más, quién sale más en medios de comunicación, quién defiende los intereses de los poderosos para asegurarse un futuro. Aparecen en el escenario viejos lobos disfrazados con piel de oveja, para hacernos creer que defienden los intereses de la salud.
Hay quienes aprovechan el sufrimiento de la Humanidad para prender la revolución o para organizarla desde afuera y no faltan los que van montando sus campañas políticas, mientras otros roban de manera descarada. Muy convencidos de que la pandemia no tiene nada que ver con ellos.
Los análisis apresurados y los intereses creados vienen expandiendo un falso dilema que la opinión pública está al borde de comprar: hay que escoger entre el coronavirus y la economía.
En crudas palabras, si queremos salvar la economía es preciso correr el riesgo de un rebrote de contagios masivos, y si se busca preservar la vida de los ciudadanos habrá que mantenerlos encerrados, con todas las consecuencias.
Y si no se llega a esos extremos, la desesperación por la falta de alimentos encenderá una revolución social de proporciones incalculables. Ya algunos países europeos dejaron de expulsar a los inmigrantes cuya presencia hasta hace muy pocas horas consideraban funesta. De repente les encontraron una utilidad inhumana: serán los candidatos a llenar las vacantes riesgosas.
Hasta hace unas horas los xenófobos les gritaban a los inmigrantes “¡fuera, a morir a sus patrias!”. Ya se cambió, literalmente de la noche a la mañana, por un “tolerante” llamado a quedarse y esperar el contagio.
Pero, la más grande de las amenazas es la pandemia de la corrupción, que roba o despilfarra unos recursos que siempre serán escasos. Esto resulta intolerable para los ciudadanos desempleados y hambrientos. Ese es el verdadero caldo de cultivo para una revolución.
Con semejante gravedad de los problemas y confusión de las soluciones es insensato, que unos pocos, busquen mezclarle a los ataques del virus una politiquería que es repudiable inclusive en tiempos normales.