Con Mijail Gorbachov, ahora no habría una guerra en Ucrania. Es una forma de afrontar las odiosas comparaciones del actual presidente ruso, Vladimir Putin, con el humanista que acaba de morir. Aquel hombre de paz. Un político de altura que cambió para bien el curso de la historia que le tocó vivir.
Sin embargo, en su propio país no se le va a reconocer como se merece. Ya sabemos que Putin, el principal causante de la angustia europea y el sufrimiento del pueblo ucraniano, no acudirá al funeral porque su agenda no se lo permite. Otra cosa es el reconocimiento recibido fuera de las fronteras rusas. Lógico.
Todos los demócratas del mundo están en deuda con Mijail Gorbachov, que en la década de los ochenta del siglo pasado dinamitó desde dentro las estructuras de un régimen edificado a partir de 1917 (revolución rusa) sobre la tiranía, la represión, la muerte, el hambre, mientras se ofrecía como alimento falaz de los sueños de justicia social que brotaron por doquier a finales del siglo XIX y principios del XX.
Con Gorbachov, que este sábado fue enterrado sin honores de jefe de Estado en un cementerio cualquiera de Moscú, se puso fin a la llamada "guerra fría" (la fría mirada de dos perros rabiosos listos para saltar en cualquier momento a la yugular del otro). La caída del muro de Berlín (noviembre 1989) y la cancelación del pacto de Varsovia (julio 1991) fueron el caldo de cerebro de Fukuyama para poner en circulación sus tesis sobre el "fin de la historia", asumidas por el imperfecto voluntarismo de los politólogos de entonces. Sobre todo, los del mundo occidental, pregoneros apresurados de la victoriosa democracia liberal como colofón definitivo del enfrentamiento ideológico.
Craso error. Inocular los hábitos democráticos en el régimen soviético tenía que significar necesariamente su desfallecimiento. Y eso es lo que ocurrió: que la implantación de las libertades puso al descubierto todos los vicios del sistema y sus aberrantes coartadas: el "hombre nuevo" y la redención de la clase trabajadora a escala internacional.
Los delirios de grandeza de Vladimir Putin (sueños expansionistas heredados de Catalina la Grande o, sin ir más lejos, de Lenin, Stalin, Kruschev y demás jerarcas comunistas de la URSS) han destripado la esperanza de un mundo apaciguado por el sano ejercicio de la democracia.
Faltaría especio para mencionar los riesgos que ese mundo corre como consecuencia de la guerra de Ucrania, en la que uno de los hemisferios del poder universal provoca al otro en un tardío episodio de la "guerra fría" que parecía enterrada gracias a la visión humanista del premio Nobel de la Paz que acaba de fallecer a la edad de 91 años, después de treinta años de ostracismo en la Rusia de atropellada transición a la democracia liberal.