Con la elección en el Senado estadounidense de Amy Coney Barret como jueza de la Suprema Corte, en reemplazo de Ruth Bader Ginsburg, la sociedad americana pasa de forma dramática de una corriente progresista y garantista de derechos a una visión más conservadora y religiosa en su máximo tribunal, cambio ideológico que nos evoca la transición entre Obama y Trump en 2017.
Por eso, la ratificación de Amy Coney Barret, nominada por el presidente Donald Trump tras la muerte de Ruth Bader Ginsburg, trae consigo unas consecuencias que contrastan notablemente con lo que se vivía una década atrás. En Estados Unidos, a diferencia de otras democracias, los jueces del máximo tribunal son vitalicios y cuando hay una vacante el Senado ratifica su nombramiento. La jueza Bader había llegado en 1993 y desde ese momento formaba parte de un grupo de cuatro jueces liberales que permitieron que los Estados Unidos avanzaran hacia la consolidación de una agenda de profundización de los derechos civiles, en materia de derechos LGBTI, migración, aborto y la lucha contra la discriminación racial. De allí que el fallecimiento de la jueza Bader haya significado un terremoto político de grandes consecuencias.
De forma inédita, Trump tuvo la oportunidad de nominar a dos jueces en la Suprema Corte, por supuesto de corte muy conservador que cambia la relación de pesos en este tribunal. En medio de una campaña tan intensa e ideologizada, la nominación de la jueza Barret le ofrece al presidente una oportunidad de avivar el fervor de las bases religiosas más conservadoras del electorado republicano, que en 2016 lograron imponerse en estados claves que a la final marcarían el triunfo de Trump. De hecho, la Administración republicana contempla dentro de sus planes nominar a un tercer juez, que llevaría a una mayoría imparable conservadora frente a una minoría liberal reducida de tres jueces.
En momentos de tanta agitación política en los Estados Unidos, la orientación ideológica de la Corte no parece un tema menor, porque están en el medio una serie de derechos civiles de corte progresista que disgustan a las bases más conservadoras y religiosas de la sociedad americana y que aspiran poder detener o reversar dentro de una visión más tradicionalista, en momentos en que el tema racial adquiere relevancia y determina un movimiento internacional en contra del racismo. La llegada de la jueza Amy Coney Barret, de 48 años, abre la posibilidad de que, por las siguientes décadas, los grupos anti-aborto y opositores a otros derechos como los de la comunidad LGBTI encuentren en ella una voz que los represente. Todo esto, incluso si el presidente Trump perdiera su reelección, un escenario que no es improbable.
En este contexto, vale la pena recordar una frase de la jueza Ruth Bader Gingsburg, que permite sintetizar los progresos en derechos civiles e igualdad: “Fui a la Facultad de Derecho cuando las mujeres eran menos del 3% de los abogados del país; hoy, son el 50%. Nunca tuve una profesora en la universidad o en la Facultad de Derecho. Los cambios han sido enormes. Y han llegado demasiado lejos para volver atrás”; ojalá se comprenda que se ha llegado muy lejos en garantizar libertades y derechos como para ahora retroceder.