Nuestros nobles aborígenes hace rato dejaron de ser parte humana fundamental y grata del paisaje colombiano para convertirse en factor determinante del problema país, un grupo de presión de masas, una organización poderosa, estructurada en torno a unos propósitos claros de intervención política sin perder de vista su ya permanente ánimo de lucro, porque antes se limitaban a ser hombres tranquilos y a vivir en paz con la naturaleza, pero ahora se han fortalecido con el derecho fundamental a la consulta previa cada vez que el Estado o los particulares van a tocar o a intervenir alguna zona de su influencia, lo que los hace inmunes a cualquier injerencia de fuera y se presta para negociar licencias y cada vez nos hacen pensar en el viejo dicho de la “malicia indígena”, pues se han vuelto más calculadores -de precios- ambiciosos y a toda hora quieren pescar en río revuelto.
El marco jurídico garantista estampado en la Constitución del 91 (art. 246) les cayó como pedrada en ojo tuerto, pues facultó a las autoridades indígenas para ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, aunque tienen una talanquera que, por lo general, les resbala: “siempre que (tales) no sean contrarios a la Constitución y leyes de la República”, y les inventó unas Provincias a los territorios indígenas y se les dio poder, con funciones como diseñar las políticas, planes y programas de desarrollo económico y social y colaborar con el mantenimiento del orden público dentro de su territorio y así fue como en el Plan Nacional de Desarrollo les tocó una partida de 10 billones de pesos.
Rafael Nieto Loaiza nos hizo el favor de traernos algunas cuentas de su población, que pasó de 1.392.230 en 2005 a 1.905.617 en 2018, con un crecimiento del 36.8 en 13 años, y de su condición terrateniente, al pasar a controlar el 27.6% de la tierra rural, más de 31.6 millones de hectáreas y que el año pasado, a punta de fuerza y de presión en las carreteras, recibieron 90 mil millones para comprar más tierras. Ellos, junto con grupos campesinos, tampoco permiten el uso del glifosato ni la erradicación manual de la hoja de coca y expulsan a su antojo a soldados y policías.
Ahora que cuentan con un novedoso “derecho fundamental a la iconoclastia” (hace poco unos indígenas escalaron el Morro de Tulcán, en Popayán y fueron, impunemente, por la cabeza y el caballo de Sebastián de Belalcázar) han emprendido una nueva Minga, palabra que en su acepción original viene del quechua “Mink'a”, que era como ciertas comunidades andinas llamaban al trabajo agrícola colectivo a beneficio general de la tribu; pero ya ese trabajo colectivo se tornó en activismo político, en burdo proselitismo para desprestigiar al gobierno e ir despejando el camino para el advenimiento de un movimiento de corte izquierdista, definitivamente casados, como andan, con el Polo Democrático.
Post-it. En medio de su arrogancia, las mingas ya no aceptan hablar con ministros, quieren es pedir la cabeza del propio Presidente de la República y se van de Tulcán a Monserrate.