Las protestas y movilizaciones multitudinarias extendidas por el mundo, especialmente en América Latina, cuando los marginados dentro de sociedades consumistas carecen de capacidad de consumo y los gobiernos quieren cubrir con alzas e impuestos cuantiosos huecos fiscales, son la rebelión de las masas en el siglo XXI.
Falsamente los violentos suponen que el metro de Santiago funcionará mejor y más barato, destruyéndolo; la corrupción en ciertas universidades de Bogotá desaparecerá ocupando instalaciones, lanzando “papas bombas” o piedras; la situación laboral de los futbolistas se solucionará con una huelga; esos lazarillos transitan el camino de la anarquía diciendo que es el indicado para vivir un mañana mejor.
Las masas se mueven, los opositores a la reelección de Evo Morales en Bolivia reclaman por el fraude electoral; los indígenas ecuatorianos están indignados porque el gobierno de Lenin Moreno desconoció derechos e intento subir el precio a los combustibles; los migrantes venezolanos sumidos en la pobreza huyen del régimen de Maduro; los mexicanos se hallan atónitos frente a la debilidad de su presidente ante los narcotraficantes; los peruanos en vilo por el clientelismo; los brasileños se pronuncian contra las incoherencias del señor Bolsonaro; observamos fatiga colectiva, escepticismo, desconcierto. Las ideologías desaparecen el comunismo y el capitalismo puros dejaron de tener vigencia, las masas se asoman en calles y plazas por su propia cuenta, guiados erróneamente por frenéticos extremistas.
Los mandatarios, así sean bien intencionados, deben meditar en el significado del desorden, perseverar en programas coherentes para aliviar la confrontación, equilibrar presupuestos sin pretender allegar dineros inexistentes metiendo la mano en bolsillos vacíos, tranquilizar los ánimos actuando con prudencia. Al sostener en ciertos casos que la represión obedece al desconocimiento del principio de autoridad olvidan que tal afirmación conlleva la desaparición de esta, su difícil ejercicio por estos días tiene que adelantarse con sumo cuidado y respeto por la dignidad humana.
A mediano y largo plazo, así no nos guste aceptarlo, el rostro del desorden incluye la urgencia de drásticos cambios institucionales y humanos. Ellos no se hacen de la noche a la mañana y menos si las clases dirigentes no toman conciencia del lio en el cual nos encontramos. Lo primero es reconocer que el desorden se vincula a la caída de conceptos obsoletos, al rechazo de burocracias que profundizan desigualdades ignorando anhelos trascendentes dentro de un mundo globalizado y robótico. Cada protesta, en diferentes sitios, se refiere a motivaciones concretas de diversa índole enmarcadas en cuadros disimiles; pero, en conjunto, ojalá lo analicemos a profundidad, configuran un proceso revolucionario que se expande a lo largo y ancho de nuestros países, cuyo desenlace no alcanzamos a pronosticar.