Cuando el gran doctrinante conservador Álvaro Gómez Hurtado opinó - años antes de que la mafia, en connivencia con el Establecimiento, lo acribillaran saliendo de clase- que “hay que ponerle pueblo a la democracia”, su aseveración no aparejaba ninguna redundancia. El lector desprevenido podría pensar que sí, pues la esencia de la democracia es, precisamente, el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; pero en nuestro medio las cosas no eran así, en parte porque el presidencialismo reinante era asfixiante, con la toma vertical de decisiones a nivel central, hasta para decidir qué mandatarios debían regir los destinos de la gente en sus propias parroquias.
Entonces Álvaro Gómez se inventó la propuesta de elección popular de alcaldes, que se materializó mediante Acto Legislativo No. 1 de 1986, avance que completó con la elección popular de gobernadores, siendo co-presidente de la Asamblea Nacional Constituyente que en 1991 logró una nueva Carta de Navegación (como la llamó el presidente Gaviria) definitivamente garantista dentro del marco de un Estado social de derecho. Pero esas buenas intenciones del constituyente han quedado pulverizadas por el fenómeno rampante de la corrupción, que en buena parte mueve la elección de los mandatarios locales y que dio pie a la frase célebre del papa Francisco, desafortunadamente inspirada en tierra colombiana: “el diablo entra por el bolsillo”.
Pero ahora lo que se requiere es “ponerle pueblo” al proceso electoral presidencial, para revertir el fenómeno del abstencionismo- que tradicionalmente merodea el 50% del potencial electoral- una de cuyas más novedosas expresiones es el voto en blanco, que está marcando fuerte en las encuestas. Ambas prácticas podrían entenderse cuando los candidatos fueran igualmente buenos o igualmente malos y daría lo mismo que ganara cualquiera; pero cuando lo que está en juego no es una simple candidatura sino la democracia misma, esas prácticas de apatía e indiferencia serían francamente injustificables, pues la sabiduría popular dice que “seguro mató a confianza” y que “no se podrá llorar sobre la leche derramada”…
Es hora de dejar la señora apatía en casa -viendo fútbol en chanclas- y salir a la calle, con ganas, si queremos tomar partido entre una opción, por el lado derecho, que busque el fortalecimiento de la democracia, el desarrollo (nuevo nombre de la paz), el bienestar colectivo, la lucha frontal contra la corrupción y, por el otro lado, una que apunte al populismo, a prometer lo incumplible dentro de un esquema democrático, a replicar en nuestra Patria el modelo perverso del vecino abanderado del Socialismo del Siglo XXI.
Dentro del panorama político electoral ponerle pueblo a la democracia es, en últimas, lo opuesto a meterle a ella populismo, pues éste apunta a engañar al ciudadano so pretexto de atender sus más altos intereses para, una vez en el poder, empobrecerlo del todo. Y la alternativa del no voto o la del voto en blanco puesto en las urnas viene a pintar un panorama ciertamente negro al constituirse, hoy día, en un arma de doble filo: complicidad con la negación de la democracia y provocación del desconcierto.