Hace poco reflexionaba en esta columna sobre si era posible la reconciliación en Colombia. Concluí que sí: “De abajo hacia arriba. De la periferia al centro. Quitando el protagonismo a las élites empeñadas en dividirnos y generando nuevos escenarios de encuentro”.
Pero, ¿Cómo? Empezando por descongelar los duelos enquistados en nuestra memoria colectiva. Por darle cauce a los torrentes de lágrimas represadas.
Asistí a la conmemoración de los 30 años del asesinato de Álvaro González Santana. Las palabras de su hija Martha Lucía, la valiente jueza que dictó las primeras órdenes de captura contra los narcotraficantes, quebraron las lozas interiores, donde aparentemente reposan congelados e insepultos los recuerdos de la memoria trágica que vivimos los colombianos.
“Papá han transcurrido 30 años desde aquel fatídico momento en que nuestras vidas se truncaron. A ti que eras el epicentro, la columna vertebral, el guía de nuestra familia, te lanzaron de plano, de lleno, sin previo aviso ni advertencia a la eternidad. A mi que me habían amenazado con matarme me dejaron en tierra partida en mil pedazos y sumida en el dolor”.
Hoy escribo en “modo sensible”, el modo necesario para experimentar empatía y dejarme contagiar por el sufrimiento del otro. Tal vez es el modo del alma que aturde la mente. Y créanme vale la pena poner off a la mente de vez en cuando, para dejarse estremecer por las lágrimas del otro, del que reclama escucha porque su duelo se congeló en el momento de la tragedia. Pero, basta un rasguño, una melodía, un poema, un aroma, un nuevo aniversario, para que la herida escondida, bajo capas y capas de protección, vuelva a sangrar a borbotones.
30 años de exilio, aferrada al reencuentro con el “alma inmortal” de su padre, Martha Lucía asegura que remendó como pudo su “alma hecha girones”. “Empecé a caminar mirando al frente, subiendo lentamente escalones, para hacerme digna de volverte a ver”
¿Dónde estábamos? Colombia no ha elaborado sus duelos colectivos. Los congeló. La violencia que padecemos hoy es la expresión de las profundas heridas que claman por sanar. El dolor padecido no puede seguir siendo un dolor inútil. Ese mismo descenso a las zonas más oscuras de nuestra memoria nos hace más iguales en el despojo, en el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, de la necesidad de elaborar y acompañar los duelos, de honrar la memoria de todos nuestros muertos y de buscar sanación, dejándonos interpelar por el dolor del otro, porque la memoria es una forma de hacer Justicia desde la sociedad.
Martha Lucía se sigue preguntando hoy desde “la pequeñez de mi condición humana, Por qué a un acto de justicia sigue una acción de absoluta injusticia y precisamente contra el más justo, el más noble, el más probo, el más inocente”.
Es hora de escucharnos unos a otros. La sola expresión del dolor no redime, pero si revive las zonas necrosadas del corazón y aligera las cargas. Redime el amor.