Esta semana comenzó la maratón de los 50 “diálogos regionales vinculantes” con los que la administración Petro va a promover asambleas en todas las regiones del país. Y cuyas conclusiones serán elevadas a categoría de norma jurídica “vinculantes” a través de la ley del plan de desarrollo que debe estar concluida antes de finalizar el año.
La iniciativa obedece a un propósito plausible: ahondar la democracia participativa escuchando a las comunidades y haciéndolas partícipes -a través de este mecanismo de los diálogos- del futuro del desarrollo de sus regiones.
Sin embargo, deja mucho qué pensar el camino escogido que consiste en que las conclusiones resultantes de estas asambleas populares se lleven, con carácter de “vinculante”, a la categoría de norma jurídica incorporadas a la ley del plan de desarrollo.
Es de suponer que, en estos diálogos regionales vinculantes, además de algunas conclusiones de carácter general, lo que vamos a presenciar es una verdadera lluvia de solicitudes de más gasto público: vías, colegios, universidades, hospitales, alcantarillados, plantas de tratamiento de agua, centros de salud, y así podríamos seguir la lista hasta el infinito como infinitas son las necesidades regionales que aún no han sido satisfechas. Así lo mostró ya el primero de estos encuentros que tuvo lugar en Turbaco.
No sería sorprendente que al terminar la maratón de los 50 “diálogos regionales vinculantes”, y una vez se tabulen las solicitudes para más inversión pública, los requerimientos para cumplirlas asciendan a decenas o aún a centenas de billones de pesos.
¿Qué va a pasar entonces? ¿Se van a acoger solo algunas de ellas y a desechar otras?, ¿Con qué criterio? ¿O, puesto que ahora las conclusiones de estas asambleas regionales serán “soberanas y vinculantes” todas ellas irán a la ley del plan de desarrollo? Y en tal caso, ¿Cómo se compagina este chaparrón de nuevo gasto público con las disponibilidades financieras y presupuestales del país? No hay una respuesta clara a estos interrogantes. El director de planeación ha dado unas vagas indicaciones en el sentido de que el departamento a su cargo hará una distinción entre “cositas” que soliciten las comunidades y que no irán en la ley del plan, y obras verdaderamente estratégicas. Esto, que suena razonable, puede chocar con las expectativas que se están despertando entre la gente.
Lo que es claro es que los constituyentes del 91 no imaginaron ni el plan de desarrollo cuatrienal ni la ley que le da cuerpo jurídico como un mecanismo para tramitar gigantescas listas de mercado como las que puede arrojar el ejercicio de los diálogos regionales vinculantes que se inician.
Por el contrario: la Constitución (artículo 339) prevé que el plan de desarrollo contiene un presupuesto plurianual en el que habrán de identificarse las grandes inversiones públicas que se harán en cada mandato. Y lo que es muy importante: la identificación de las fuentes con las que se financiarán dichas obras públicas.
El instrumental jurídico de la ley del plan no está previsto para ser el receptor de listados interminables de aspiraciones populares -que pueden ser justificados, pero sin precisar cuáles serán los recursos con que deban financiarse-.
Se vaciaría el sentido jurídico y económico de un plan de desarrollo y el del presupuesto plurianual mismo de que habla el artículo 339 de la Constitución, si simplemente se utiliza la ley como una pizarra para “apuntar” las innumerables aspiraciones de aquellas comunidades que van a consultarse. Tanto menos ahora que sus conclusiones, por arte de la magia de los anuncios presidenciales, adquieren el carácter de “soberanas” y de “vinculantes”.
¿Cómo se compaginará este nuevo mecanismo de democracia participativa con el no menos obligante imperativo de la sostenibilidad fiscal, que requiere que toda inversión que se autorice en el plan debe ir acompañada de su correspondiente apropiación presupuestal?
Los esfuerzos de profundización de la democracia son bienvenidos, pero siempre y cuando no se lleven de calle elementales principios de la presupuestación. O no generen inmensa frustración entre las comunidades cuando descubran que todo lo que concluyeron en estos flamantes “diálogos regionales vinculantes” no se puede ejecutar por falta de recursos.