DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 11 de Enero de 2013

Pague ahora y sufra después

 

A  los habitantes de Bogotá se les vino encima la valorización. Lo que antes se miraba como un instrumento de progreso pasó a ser una amenaza, uno de esos gravámenes que olvidan su razón de ser y subsisten solo como cargas tributarias desconectadas de su sentido original.

Nadie discute la necesidad de contribuir a la ejecución de obras que repercutan en beneficio de la comunidad. La gente paga con gusto. Y poco a poco se va formando una cultura ciudadana, que le inyecta vitaminas a la vida en común porque, a diferencia de los impuestos comunes y corrientes, los buenos resultados se ven de inmediato. El contribuyente paga y enseguida pavimentan la calle, construyen el puente, canalizan el río, reparan los andenes. Así, hasta se le olvida preguntar qué se hacen los otros impuestos.

En Bogotá se usó muchas veces. En Medellín igual, con gran éxito. Prácticamente todos los municipios citan ejemplos satisfactorios, reforzados por casos de carreteras que llevaron el sistema a zonas rurales. Siempre mostraron la relación directa entre cobro, obra y beneficio. Esa era la clave del éxito.

Entonces  vinieron los abusos. Se empezó a hablar de la valorización por beneficio general, para cobrar con pretextos cada vez más alejados del contribuyente. Se rompió la conexión inmediata entre cobro y beneficio, semejando más esta contribución a la generalidad de los impuestos, que desaparecen en el agujero negro de las malas administraciones.

Pero todavía se hacían las obras. Desconectadas y distantes, pero se hacían. Al cobrar primero y después demorarlas indefinidamente, terminan por no importarle a nadie si se hacen o no y, mientras el tiempo pasa, se desvaloriza el dinero recaudado, se disparan los costos, los malos manejos se multiplican y todas esas dificultades juntas ahogan hasta el concepto mismo de “beneficio general”.

Los contribuyentes, que ya están resignados a pagar impuestos cuyos efectos nadie ve, se sienten engañados al cancelar una contribución con destino específico que tampoco se ve. La razón inicial se convierte en pretexto. Enseguida desaparece del todo. En esas condiciones, el contribuyente que pagaba con gusto, reacciona entre decepcionado  y furioso. Siente que está pagando para que lo engañen.

Y agréguele al problema las noticias sobre contratos irregulares, despilfarros y robos descarados. Preparémonos, pues, para un peligroso malestar, ese sí general, en una ciudad con  tráfico endemoniado, líos sin fin con los contratistas, administración descoordinada, retórica populista y credibilidad en barrena. El milagro es que ese caldero no explote si, además, le suman unos impuestos nacionales que golpean, precisamente, a la población que debe asumir contribuciones adicionales por la parte de “beneficio general” que le corresponde.

Ese malestar no se aplaca con discursos. A quien debe entregar su dinero por adelantado y después sufrir esperando unas obras que no aparecen, se le acaba la poca paciencia que le queda cuando sale a cancelar su cuota, llevando en la mano  la notificación que le entregaron en la propia puerta de su casa, y encuentra la calle alinderada por bultos de basura sin recoger.