DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 25 de Enero de 2013

Tarjeta roja

 

Las palabras insultantes de un directivo del fútbol merecen una tarjeta roja. Comparar a los jugadores con las señoras de la vida alegre es una agresión de marca mayor, inútil, inoportuna y desmoralizadora, que saca a la superficie una concepción profundamente equivocada de las relaciones laborales.

El trato entre empleador y trabajador exige, como mínimo, el respeto mutuo, bien lejos del desprecio que encierran las expresiones lanzadas, en mal momento, por uno de los principales dirigentes de nuestro balompié.

Los vínculos entre jugadores y clubes tienen unos componentes propios de la actividad deportiva que generan tensiones, malentendidos y la falsa creencia de que ni los equipos son empresas obligadas a cumplir las leyes laborales, ni los jugadores son trabajadores con derechos reconocidos por la legislación. Las luces del espectáculo y la fama  que aureola a las estrellas del deporte impiden ver la realidad laboral. Hasta que los jugadores recuerdan que tienen una relación contractual de trabajo y reclaman esos derechos, y sus clubes aceptan su condición de empleadores, con los privilegios que siempre han ejercido y las obligaciones que tanto les cuesta admitir.

Hasta las autoridades del futbol mundial  terminaron aceptando que los deportistas son el centro del espectáculo y son titulares de derechos que no se pueden desconocer. Algo avanza en este aspecto la FIFA imperial aunque, en cuanto se refiere a jugadores, sus reglamentaciones amarren unas cuantas libertades y conserven un sabor esclavista.

Criticar al jugador porque aspira a conseguir una mejor remuneración por sus servicios es una injusticia discriminatoria. ¿Acaso los equipos no buscan la mejor taquilla? ¿No trasladan su franquicia, cuando su lugar de origen no garantiza ingresos suficientes?  Unos y otros actúan según su mejor conveniencia, y no hay por qué  insultarlos, si prefieren trabajar en la empresa donde más les pagan o escoger la sede donde las taquillas son mayores.

Como lo sabe cualquier director técnico,  la armonía de sus futbolistas es indispensable para lograr un buen desempeño en la cancha. Los resultados van de la mano de las relaciones internas del grupo. Lo mismo que ocurre en cualquier empresa. Nada se gana maltratando a los trabajadores, salvo una condena por acoso laboral cuando el empleado se cansa de soportar las malas maneras del jefe. Y si el acoso se vuelve colectivo, la reacción será igualmente colectiva, porque no hay remuneración que pague un trato indigno ni obligación de soportar insolencias. Esto vale para el más humilde trabajador de una empresa y para la más rutilante estrella  en un equipo de fútbol.

El despropósito llega, además, en el momento más inoportuno, cuando el fútbol colombiano parece resurgir, su selección de mayores tiene buenas probabilidades de clasificar al próximo mundial y la Sub 20 es un semillero de cracks de nivel internacional. 

Sería una insensatez envenenar el ambiente, con amenazas de excluir jugadores por parte de los clubes e insinuar que también habría vetos para integrar la selección.

 Al final cada cual ocupa el lugar que merece. Nadie triunfa a las patadas, ni siquiera dándoselas al balón. Ganan los equipos que lo tratan bien, como es la ilusión que tenemos para que la selección de mayores y la Sub-20 clasifiquen, y algunos dirigentes y jefes dejen de considerar a sus empleados como esclavos, so pena de recibir tarjeta roja.