DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 3 de Febrero de 2012

Un episodio de locura

“Si ves que están cortando barbas coloca las tuyas en remojo” repetía el viejo dicho, y para actualizarlo debemos agregar “sobre todo si vives en un mundo globalizado”.
Ya vimos lo que sucedió con las protestas que comenzaron en Yemen, arrasaron los regímenes de Egipto y Libia y acosan a Siria. Mubarak y Gadaffi sólo se dieron cuenta del tsunami que se les venía encima cuando era demasiado tarde, y Bashar Al Assad tambalea con la esperanza de que no lo arrastre. Mientras tanto, los indignados, que en principio no pasaban de unos cuantos inconformes reunidos en cualquier esquina, llenaron las plazas y llegaron hasta Wall Street, repitiendo un fenómeno de contagio que los analistas de opinión y los gobiernos miraban como el desfogue de inconformidad de unos insignificantes pelagatos.
Ahora tenemos el mal ejemplo en el deporte. Lo sucedido desde que los hooligans comenzaron a pelearse con cadenas en los estadios ingleses, encontró respuesta pronta en unas serias de medidas de control. Sin embargo, el fenómeno se extendió por Europa, y las políticas represivas no liquidaron del todo estas explosiones de violencia. Todavía vemos los desmanes que, de vez en cuando, azotan las ciudades después de un encuentro reñido, en cuyas vísperas abundan por igual las noticias sobre los protagonistas y las informaciones de los preparativos policiales para evitar los motines a la salida.
La contaminación resultó inevitable. Ente nosotros se pasó de unas trompadas esporádicas en las tribunas a batallas campales en los alrededores de los estadios, pedreas a los buses y verdaderos combates con muertos y heridos. Todo en el marco de eventos deportivos, cuya consecuencia, además de la diversión sana, deberían ser unas lecciones de juego limpio aplicables a la vida diaria.
Por eso, alarma lo sucedido en Egipto, en el estadio de Port Said, donde un simple partido de fútbol, entre los equipos de Al-Masry y Al-Ahly, terminó con invasión del público y una batalla que deja setenta y cuatro muertos y varios centenares de heridos.
No hay ninguna explicación racional para esta matanza, así ahora se le busquen razones externas en las diferencias políticas o religiosas de los fanáticos de los dos equipos, y se alegue que es el estallido de unas cargas explosivas que los aficionados llevan cuando entran al estadio.
Setenta y cuatro muertos, y las circunstancias que rodean la carnicería de Port Said, deben ser suficientes para ponerle la máxima atención a la violencia en los estadios. Y es preciso hacerlo sin dilaciones, antes de que el contagio nos enfrente a unas experiencias similares.
¿Dónde están las raíces? Identificarlas y atacarlas de inmediato evitará que el deporte se contamine con pasiones importadas de otros campos. Impedirá, también, que las emociones de la confrontación y el fervor por la divisa sean combustible de una más de las violencias que nos agobian.
Si el incendio se propaga, será mucho más difícil y costoso controlar la peor plaga que puede afectar un deporte. “Prevenir es mejor que lamentar”.