DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 30 de Septiembre de 2011

De dioses y de hombres

Esta  película narra la historia de siete monjes católicos, cistercienses, que viven en un monte de Argelia, rodeado por una pequeña comunidad de musulmanes. Todos están amenazados por terroristas que asesinan a su antojo, porque Samira no lleva el velo, porque dos profesores enseñan que el amor entre un hombre y una mujer es muy natural o simplemente porque encuentran unos extranjeros croatas. Es una historia de esperanza, muerte y resurrección.
Desprovistos del afán del mundo exterior, al ritmo de sus rutinas simples, viven la plenitud de saber dar. Se encuentran con el universo en el entorno reducido de su montaña. Despojados de las vanidades, halagos y carreras de este mundo, se buscan en los valores intrínsecos del ser humano.
En la pobreza, en el desprendimiento, en el amor al prójimo, en la contemplación, en el silencio, en la oración, en la alabanza, donde la voz interior se escucha, porque ha logrado acallar el ruido exterior, se confrontan para aceptar la primacía de la filiación divina, para renunciar a conocer el alma por la vía de la razón y para experimentar a Dios en su ausencia, en la aridez espiritual y en el profundo miedo a la muerte.
Acosados por los terroristas, mirados con desconfianza por el Ejército y rodeados del amor de la comunidad, dudan entre huir o esperar la muerte. “¿Sirve de algo morir aquí y ahora? …“rezo y no escucho nada”…, “¿Para qué ser mártires?”,… “yo me hice monje para vivir, no para permitir que me degüellen”.
En la desesperanza, en las súplicas, en los reclamos: “no vine aquí a participar de un suicidio colectivo”, en sus tareas cotidianas, en los silencios de Dios y en la oración contemplativa encontraron abismos de paz, al abrazar la cruz de Cristo. Al curar un niño enfermo, al besarlo en la frente, al calzar al descalzo, al orar y pedir respeto por la dignidad del cuerpo de un terrorista muerto.
Es un sufrimiento que encuentra sentido en la cruz, en la redención por el nacimiento del “hijo de Palestina”…que se encarna y vive en cada uno de los Monjes, que se prodiga en amor y misericordia hacia la pequeña comunidad musulmana que creció con el convento, donde se reconocen como hermanos. Es un amor que encuentra su plenitud en el libre albedrío, cuando optaron por hacerse monjes, por dejarlo todo por amor a Él, por vivir en la esperanza.
Su muerte el 21 de mayo de 1996, no fue un sacrificio inútil. Si nos identificamos con las miles de víctimas anónimas, sacrificadas por los violentos, si el llanto por los monjes, nos lleva a recordar el sacrificio de monseñor Jesús Emilio Jaramillo, en Arauca, o de los cientos de religiosos que padecen los horrores y estigmatizaciones de la guerra, si su muerte sirve para que nos veamos en un espejo de nuestra propia realidad, habrá dejado de ser un sacrificio inútil para encontrar sentido en nuestra redención.
La secuencia de su última cena es sublime. No tienen nada y están llenos de Dios. Ya no hay miedo ni a los terroristas, ni a la muerte. Son libres. Los primeros planos de sus rostros nos develan la plenitud de su entrega. Ya no hay lucha. No hay yihad en su corazón. Es Jesús reencarnado quien sonríe, mientras ellos lloran.
La carta escrita por el Abad Christian de Chergé. Es su testamento a la humanidad…“Si Dios quiere, podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto a Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias”…
¡Inchalá!