Lo había repensado antes de escribirlo, pero por fin me decidí. Las últimas “metidas de guayo” del presidente más importante del mundo, Donald Trump, me han acabado de motivar, pues se ha dedicado a trinar y a dar declaraciones desatinadas y en cada uno de sus mensajes lo que hace, en vez de ganar adeptos, es ganar enemigos a diestra y siniestra, desde Washington a Moscú y Pekín, de aquí a Cafarnaúm.
No se contentó con separar a los niños inmigrantes de sus padres. La que le hizo a su anfitriona Theresa May, en Londres, fue olímpica: después de ser recibido por ella a manteles, dio unas declaraciones alabando la figura de su rival, Boris Jhonson de quien, dijo, “sería una gran Primer Ministro de Gran Bretaña”. Y qué tal el traslado de la embajada americana de Tel Aviv a Jerusalén, medida contraproducente para el arreglo del conflicto pero que, además, constituye un acto de provocación extrema a unos fundamentalistas islamistas que tarde o temprano va a terminar en la masacre de los diplomáticos inermes frente a los petardos adheridos al pecho de unos jóvenes arrojados, quienes se han creído el cuento de ganarse un paraíso lleno de vírgenes si logran salir en átomos volando, abrazados de sus víctimas.
Pero, como todo orate que se respete, tiene sus momentos de lucidez, como cuando decidió darle la mano al salvaje presidente de Corea del Norte, Kim Jong Un, tal vez salvando a la humanidad de una tercera -y última- guerra mundial, que no dejaría piedra sobre piedra aunque, dicen los expertos, “la cuarta será a caucherazo limpio”. Trump y Kim tienen algo en común: el segundo suele tirar a sus tíos militares a los perros y el primero suele “tirarle los perros” a cuanta actriz porno, modelo y reina de belleza se le atraviesa en su camino.
Trump parece ser un hombre brillante, un gran empresario, que sabe hacer plata, pero es políticamente incorrecto, a veces rayando con la villanía. Creo que no va a terminar su cuatrienio y vaticino que va a correr suerte paralela con ese otro orate de esta parte del mundo, el tristemente célebre Abdalá Bucaram, quien fuera presidente del Ecuador en 1996, pero perdió el primer semestre y fue destituido por el Congreso por insania mental. Se sabe de él que fue atleta destacado y estuvo en la delegación ecuatoriana que participó en las Olimpiadas de Múnich 1972, que por lesión no pudo participar, pero sí ser testigo de la masacre de atletas judíos por gracia del terrorismo árabe obrando en nombre de la causa palestina. Y una vez presidente, se dedicó, en vez de gobernar, a recorrer el país cantando baladas en conciertos en compañía del grupo Los Iracundos del Uruguay. Circocracia, cleptogracia, derroche y mucha música regada fue la herencia que dejó este personaje de esconder en el cuarto de San Alejo.
Pero quedamos pendientes de saber qué ocurrirá con el políticamente incorrecto señor Trump quien, como diría el poeta verde, “es capaz de sacrificar un mundo, con tal de pulir un polvo”.