Una cosa es la inseguridad tratada como un tema general y abstracto, sobre el cual opinan teorizantes y expertos, y otra bien distinta la inseguridad que toca a la puerta de la casa de cada ciudadano, lo enfrenta desde que sale a trabajar y lo acompaña de allí en adelante, todo el día y en todas partes, sin dejarlo descansar un minuto de la sensación de peligro.
La relación diaria de los delitos copa el tiempo de los noticieros de radio y televisión. Muestra los hurtos, robos, acosos, violaciones y atracos que terminan en asesinatos despiadados, que llegan a extremos inconcebibles, donde cada caso supera en insensatez y sevicia al anterior.
¿Cómo enfrentar esa desvalorización de vida? En nuestras calles la vida vale menos que un celular, así sea una simple “flecha”. ¿Vale menos que la bicicleta de un niño? ¿Menos que la camioneta de una señora embarazada? ¿Menos que un reloj de pulso?
Y no es que no capturen a los culpables. Los atrapan, como la comunidad que capturó a un violador y lo entregó a las autoridades solo para enterarse que a las pocas horas estaba libre, otra vez en la calle para emprender nuevas fechorías. En todos los lugares, no únicamente en los civilizados, la reincidencia es un agravante del crimen, Aquí parece ser un pasaporte a la impunidad.
Ahora la vida no vale nada y aparentemente vale menos la de los encargados de cuidarla. El atentado de Barranquilla muestra la insensibilidad absoluta de sus autores. La vida de seres humanos como instrumentos de fría negociación. ¿Qué explicación podrá dar la esposa de uno de los policías asesinados, a su pequeña hija que pregunta por su padre y al niño que trae en el vientre? ¿Qué fue asesinado como estrategia de fortalecimiento de un grupo guerrillero en una negociación de “paz”? ¡Por Dios!
La vida sigue desvalorizándose. Pasó a convertirse en una ficha de negociación, para saber si sacrificando a algunos se logra que otros no disparen más.
Los brotes de terrorismo en Barranquilla y otros lugares del país, y la delincuencia común desenfrenada, que acosa y cierra el cerco contra el ciudadano, no parecen casos aislados, desconectados entre sí, sino episodios de una violencia sistemática, pensada, concebida para poner en jaque, para arrinconar a la sociedad. Es como si se hubieran aflojado todos los seguros institucionales, que permitían convivir con un mínimo de límites, mediante sanciones y reglas de juego claras. Lo más aterrador es que no se ven autoridades capaces de contener esta oleada. Como si el control se les hubiera salido de las manos y estuvieran tan desvalidos como las víctimas, con la excepción del Fiscal General de la Nación.
Por este camino, el terrorismo está consiguiendo su fin: colonizar un espacio mental de orfandad y aislamiento del ciudadano, frente a sus autoridades. Y en una sociedad dividida y tan polarizada, es mucho más fácil que el terrorismo alcance sus objetivos.