Nuestro escenario político revela un choque fundamental de dos visiones sobre la juventud colombiana. La oposición ve en ellos seres libres y racionales, capaces de hacerse responsables de sus acciones, enfrentar las adversidades con integridad y aprovechar las oportunidades para aportar al país. El oficialismo los percibe como bestias encadenadas a sus circunstancias, cuyo comportamiento corresponde totalmente a un cálculo de lucro y poder. La primera de estas visiones busca liberar el potencial de toda la juventud con las herramientas de una educación digna. La segunda busca privilegiar a quienes, según esta visión marxista de la persona humana, necesitan que les paguen para no ser asesinos.
¿Qué significa, en un país con seis millones de ciudadanos en condiciones de pobreza multidimensional, asignar 1?2 billones de pesos anuales a los 100.000 jóvenes más propensos a delinquir? Con esos recursos, se podrían pagar los salarios de 54,000 patrulleros, incrementando el pie de fuerza de la policía en un 60%. Se podrían pagar los salarios de 62,000 soldados o 25,000 médicos generales, recompensando así a quienes protegen la vida. Se podría cuadruplicar el presupuesto de Minciencias, recompensando a la juventud innovadora y estudiosa, o incrementar en un 40% los salarios de los camioneros, cuya seguridad ha empeorado considerablemente bajo este gobierno. Se podría financiar, en 10 años, la construcción del metro de Bogotá, o eliminar aproximadamente medio punto del IVA.
El gobierno elige promover el programa Jóvenes en Paz. Piensa llevarlo a las zonas donde las bandas criminales andan tranquilamente con armas pesadas, cuando incluso en Bogotá, donde la presencia del Estado es más fuerte y por lo tanto es más fácil verificar la no reincidencia, un programa similar no logró reducir la delincuencia. Al contrario, solamente le permitió al entonces alcalde Petro construir una base de poder político e intimidación callejera, financiada con los impuestos de los bogotanos.
El ejemplo ecuatoriano es mucho más trágico, pero nos deja la misma lección. Cuando Rafael Correa se dedicó a socavar la capacidad de lucha contra el narcotráfico del estado ecuatoriano al mismo tiempo que reconocía y privilegiaba a las pandillas juveniles, logró apaciguarlas por un tiempo. Sin embargo, esta estrategia resultó insostenible y hoy esas pandillas operan como agentes de un narcotráfico cada vez más fortalecido. Hoy Ecuador sufre las consecuencias, con una tasa de homicidios que probablemente alcanzará este año niveles no vistos en Colombia desde hace quince años. La memoria heroica de Fernando Villavicencio demuestra una vez más que privilegiar a los violentos es amenazar a los ciudadanos de bien.
Por el contrario, los bonos estudiantiles propuestos por la senadora Paloma Valencia parten de una visión que dignifica a toda la sociedad colombiana, responsabilizando a los jóvenes de ser íntegros y trabajadores, a las familias de tomar las riendas del futuro de sus hijos, y al Estado de eliminar las barreras que hoy restringen a los colombianos decentes. Esta política les permite a las familias decidir qué valores quieren ver inculcados en los colegios de sus hijos. Les da la opción de liberarse de la influencia de Fecode, sindicato abiertamente politizado que no solo incurrió en la financiación irregular de la campaña de un gobierno cuestionado, sino que además generó, entre 2000 y 2020, la cancelación de más de tres años en días de clase para los estudiantes del país. Es una política que empodera a la juventud mayoritaria que no necesita sobornos para rechazar la delincuencia. Es en esa juventud que debemos depositar nuestra esperanza.