EDUARDO VARGAS MONTENEGRO | El Nuevo Siglo
Domingo, 5 de Febrero de 2012

Saber pedir perdón

 

 

Creo que no hay ningún acto de mayor soberbia que no saber pedir perdón, si partimos de la base de sabernos una sola humanidad: hombres y mujeres cometemos errores en el aprendizaje de la vida. Por supuesto que también tenemos muchos aciertos, pero generalmente detrás de un acierto existe una cadena de equivocaciones que paulatinamente fuimos integrando hasta no errar más. Sólo quien se cree producto terminado considera que, por estar más allá del bien y del mal, no se equivoca y -más doloroso aún-, que no se ha equivocado. Personalmente creo que si estamos en este planeta, que es en simultánea inconcluso, imperfecto, maravilloso y amoroso, es porque tenemos muchas lecciones que aprender todavía.

Cometemos todo tipo de errores, que van desde los personales, pasando por los familiares y organizacionales, hasta los sociales, en cuanto a número de personas comprometidas con alguna acción equivocada. Ahora, en cuanto a visibilidad de los errores, resulta insensato no reconocer errores que saltan a la vista de cualquiera, que han sido probados y sobre los cuales hay suficientes evidencias. Negar el error es negar la propia humanidad; ocultar las equivocaciones es renegar de una condición connatural a la vida; pretender aparecer perfecto es simplemente un imposible.

¿Por qué no sabemos pedir perdón? Muy seguramente porque no sabemos perdonar, porque no toleramos las equivocaciones ajenas. Porque no comprendemos la distancia que existe entre el deber ser y lo que es: generalmente las realidades, tan múltiples como las visiones de mundo, no coinciden con lo que quisiésemos que fuese. Tampoco sabemos pedir perdón porque no soportamos la crítica: creemos que si nos critican nos dejan de amar y perdemos toda relevancia en la vida de los otros. Entonces nos colocamos la máscara de la arrogancia, la prepotencia, de la fingida y real perfección. No pedimos perdón porque creemos, sencillamente, que los otros no merecen nuestro reconocimiento y mucho menos nuestro acto de contrición.

¡Qué dolor no saber pedir perdón! Quien no lo hace sigue llevando a cuestas una carga difícil de soportar, aunque aparente frialdad y dureza. Sigue amarrado a sus cadenas interiores, en las que el error cometido no valió la pena, pues no hubo aprendizaje. Pero tal vez lo más doloroso es que está prisionero sin darse cuenta, pues la consciencia se ha nublado tanto que la visión de sí mismo está viciada.

¡Qué liberador pedir perdón! Nos liberamos al reconocernos seres humanos en proceso de aprendizaje, que yerran y corrigen. El error reconocido y trascendido, antes de envilecernos nos engrandece, pues nos permite vivir a plenitud y ampliar nuestra consciencia. Ojalá cada día tuviésemos la humildad necesaria para reconocernos como aprendices de la vida, pedir perdón y perdonar.