EDUARDO VARGAS MONTENEGRO | El Nuevo Siglo
Domingo, 2 de Diciembre de 2012

Reconocer a los otros

 

Todos los días nos cruzamos con un sinnúmero de personas. A veces ni reparamos en ellas: en la vecina que se sube al ascensor, en el conductor de al lado, en el vendedor que nos atiende…  Suele ocurrir, sobre todo en las ciudades grandes, que el ritmo de la cotidianidad nos impide conectarnos con nosotros mismos y, a la vez, conectarnos con otros. Salvo nuestro entorno más cercano, parece que los demás no existieran, o existieran solamente mientras realizamos alguna transacción. Nuestras relaciones interpersonales se han tornado en gran medida utilitaristas, valoradas en la medida de quién nos sirve más y quién no nos sirve. Hasta he llegado a escuchar que lo maravilloso de las ciudades grandes es que nadie se mete con nosotros.

Claro, resultan molestas las personas entremetidas, a quienes es preciso ponerles límites, y de forma muy clara. Pero mostrar un total desinterés por el otro, lejos de ser un símbolo de civilización, es una muestra de deshumanización. En realidad no tiene mucha gracia ocuparse de las personas más cercanas; eso es de alguna manera lo esperado.  Me reconcilia con la vida ver cuando una persona se acerca a auxiliar a otra desconocida, dejando por unos minutos sus propios intereses para apoyar a alguien que lo necesita. Aunque no parezca muy usual, sucede con mayor frecuencia de lo que creemos.

Posiblemente usted haya sido objeto de esa ayuda oportuna, o la haya dado de manera desinteresada.  Si es así, habrá experimentado la emoción de sentirse plenamente humano, solidario, tocado por el amor incondicional, bendecido. Y si aún no ha vivido una situación como esa, lo más seguro es que la vida le brinde la oportunidad de reconocer en otros ojos y en otras manos la presencia del amor. 

A lo mejor lo que nos hace falta para ser cada día más humanos sea meternos más con los otros.  Meternos desde el servicio y el compartir desinteresado, no simplemente desde ver a los otros como masa o como contendores en este mundo competitivo, sino reconocerles en su individualidad.  Ahí suceden los aprendizajes y los milagros: cuando nos aproximamos como humanos a otros humanos, o cuando les permitimos acercarse a nosotros. 

Como la vida es misteriosa e impredecible, puede ocurrir que las palabras que necesitamos escuchar en un momento dado provengan de un desconocido, que no está interesado en vendernos nada, sino que desde su esencia humana siente la necesidad imperiosa de mostrarnos su verdad. Puede que sea esa verdad la que requerimos para poder crecer. Si nos diésemos el permiso de reconocernos unos a otros como humanos, podríamos tener encuentros que nos reconcilien con la vida. Seríamos entonces maestros mutuos, desde el amor.