Hace más de doscientos años, con la independencia de Colombia, surgió el reto de forjar una identidad nacional en torno a la dignidad común de sus diversos habitantes. Enfrentados con el legado de la esclavitud y las castas coloniales, hemos forjado gradualmente una colombianidad incluyente, basada en el reconocimiento de que todos compartimos una historia que debemos honrar, un territorio que debemos proteger, y una institucionalidad que debemos enaltecer. Este patriotismo republicano aún no se ha logrado perfeccionar, pero en su estado más puro, es el que nos permite celebrar juntos la victoria reciente de los sanandresanos contra la tiranía nicaragüense en las cortes. Por eso resulta tan preocupante que el presidente Petro aproveche su vitrina histórica para socavar ese mismo espíritu.
Una indicación del ímpetu anti-republicano del presidente surgió cuando aseveró que no sabía si “apoyar a Estados Unidos o a Rusia” en la actual coyuntura geopolítica. Sus comentarios sobre la guerra en Ucrania fueron particularmente repudiables, ya que equiparó con esta las intervenciones estadounidenses en Irak, Libia y Siria. Si bien estas últimas han podido ser guerras costosas, contraproducentes y trágicas, en ningún momento los estadounidenses negaron el derecho de los iraquíes, libios, o sirios de poseer estados independientes, ni reclamaron sus territorios bajo pretextos etnonacionalistas. La última guerra imperialista de los Estados Unidos, la guerra hispano-estadounidense, concluyó hace 125 años. Han cometido desde entonces otros abusos, pero nunca nada comparable a la invasión rusa a Ucrania.
El gobierno de Putin, en cambio, es abiertamente etnonacionalista e imperialista. Reclama que desde el “desastre geopolítico” que fue el colapso de la Unión Soviética, un evento que el presidente Petro también lamenta, Ucrania ha controlado territorios, como el Donbás y la península de Crimea, que le pertenecen a Rusia por derecho étnico ancestral. Su intención es conquistar estos territorios y eliminar cualquier rastro de la cultura ucraniana para imponer una cultura única y fiel al régimen de Moscú.
Hasta la fecha, el presidente Petro no ha propuesto la conquista de territorios extranjeros ni la erradicación forzada de culturas enteras, a pesar de su complicidad con un régimen dedicado a esos delitos. Sin embargo, cuando declaró, este 20 de julio, su intención de que los habitantes no raizales de San Andrés “regresen al continente” para proteger “el poder del pueblo raizal,” impulsó esa misma idea de que ciertas culturas son indeseables en ciertos territorios. En efecto promueve la segregación étnica, que en las islas vivan los raizales y en el continente los demás colombianos, incluyendo a aquellos colombianos “continentales” que hoy conforman el 60% de la población sanandresana.
Mientras que Putin gobierna como un zar en Moscú, Petro aún permanece restringido, afortunadamente, por nuestras instituciones, pero el impulso etnonacionalista cumple la misma función política en ambos países. Si las personas se conciben principalmente como miembros de una etnia y no como ciudadanos de una república, estarán más concentrados en combatir al enemigo ficticio del “otro” cultural que en defenderse del enemigo real que es el demagogo político.
Las condiciones de los raizales deben mejorar, pero la historia humana nos muestra que la segregación étnica nunca ha sido la solución. La belleza del archipiélago yace en la diversidad, tanto de los azules de sus mares como de la cultura de su gente. Debe seguir aspirando a un futuro en donde las culturas hispanas, inglesas y africanas puedan convivir en armonía, donde todos sus ciudadanos, sin importar su idioma o religión, permanezcan unidos por una patria común.