La masacre perpetrada por el Eln en contra de jóvenes e indefensos integrantes del ejército, revela la naturaleza de una organización armada que hace décadas hizo tránsito de su carácter subversivo a su actual condición de insaciable agente de la criminalidad. Realidad que desdeñó el comisionado de paz cuando formuló las exigencias básicas para hacer parte de la paz total: “cero asesinatos, cero torturas y cero desapariciones forzadas”, y que se desestimó cuando torpemente el gobierno quiso incorporarlos a un cese al fuego decretado unilateralmente, que provocó el inmediato rechazo de la cúpula criminal.
La incapacidad del gobierno de diseñar una política estratégica de seguridad se ha traducido en carta blanca para que las organizaciones armadas acrecienten su poder territorial y con ello la multiplicación de las afectaciones humanitarias a las poblaciones indefensas por el acuartelamiento forzado de la Fuerza Pública. No hay cese al fuego con el Eln, ni protocolos y mecanismos de verificación que regulen los ceses vigentes con las disidencias de las Farc y los defensores de la Sierra Nevada, y el aplicable al Clan de Golfo se hundió en la vorágine de violencia desatada por esos criminales.
Descuidado ha sido el gobierno en desestimar las advertencias que se han derivado de lo acontecido en el Caguán con el secuestro de 78 policías y la muerte de uno de ellos, de los desmanes en el paro minero del Bajo Cauca y de las cinco acciones armadas perpetradas en el Catatumbo por el Eln, días antes de la masacre, la que ojalá no permanezca impune.
El país, atónito, se interroga legítimamente sobre las tímidas reacciones del gobierno. En el Caguán convirtió los delitos en cerco humanitario, en el Bajo Cauca permanece absorto y silencioso ante los desmanes, amenazas y bloqueos que no pueden contener las autoridades locales, y en el Catatumbo, Otty Patiño se limitó a calificar de “lamentable” un crimen de guerra y a exculpar a los violentos insinuando que no todos los frentes acatan las decisiones de la mesa de negociación.
La particularidad del esquema de negociación quizás resulte del hecho de que el gobierno piense que en relación al Eln son ellos apenas dos variantes muy cercanas de una ecuación política e ideológica que los hace partes de la consecución de un mismo proyecto, que necesitan consolidar perfeccionando las identidades y elaborando estructuras políticas, sociales y económicas comunes que apunten a la irrupción de una “nueva sociedad”. Ello explicaría el haber consignado en el temario de la negociación la exigencia de que el gobierno debe cumplir su parte para que el Eln haga dejación de las armas.
“Los acuerdos deben trascender la voluntad explícita del presente gobierno y constituirse en mandatos de Estado”, lo que exige una nueva Constitución. Su método será el de la “Convención Nacional” que ha impulsado el Eln por décadas y su objetivo, “la participación de la sociedad en la definición y ejecución de las transformaciones para la paz”. Negociación sin temas vedados que piensan ambientar con el espejismo de un acuerdo nacional.
El “elenismo” como trampa semántica.