En 2012, el gobierno de turno -y un vocinglero coro de políticos y opinadores- enredó al país con un galimatías engañoso: que el fallo proferido entonces por la Corte Internacional de Justicia en la controversia territorial y marítima con Nicaragua era “inaplicable”. Flaco favor hizo después a la nación la propia Corte Constitucional al reforzar, haciendo gala de toda su capacidad para la gimnasia jurídica, semejante despropósito.
Un galimatías engañoso, pero no inocuo: Colombia perdió la oportunidad de justipreciar el valor de un proceso que había dejado sin piso, de una vez por todas, las ambiciones nicaragüenses sobre las islas del archipiélago, y que, sin haber sido completamente satisfactorio para las expectativas colombianas construidas sobre el meridiano 82 -cuya fragilidad era notoria-, daba título jurídico incuestionable al ejercicio de importantes derechos sobre una no menos importante porción del Caribe Occidental. Ese galimatías -y la insensata distracción que provocó- dio pábulo a la arremetida posterior de Nicaragua, otra vez ante la Corte Internacional de Justicia, no con una, sino con dos nuevas aplicaciones contra Colombia.
La decisión de este tribunal conocida el jueves pasado pone fin a uno de esos litigios: el relativo a las presuntas violaciones, por parte de Colombia, de derechos nicaragüenses en las aguas del Caribe. Debería poner fin, de paso, al embeleco de que el fallo de 2012 es “inaplicable”.
Es cierto que la reciente sentencia no se pronuncia, ni reprocha expresamente a Colombia por el “incumplimiento” de la providencia anterior. De hecho, la Corte rechazó, por carecer de base jurídica, la pretensión nicaragüense de que el tribunal siguiera “a cargo del caso hasta que Colombia reconozca y respete los derechos de Nicaragua” atribuidos por el fallo de 2012. Pero toda la argumentación de la Corte para establecer si Colombia violó esos derechos -como en efecto ocurrió en una pluralidad de ocasiones-, así como para evaluar la legalidad de la normativa expedida por ambos Estados en relación con el alcance de sus competencias marítimas, tiene como referencia, por un lado, el derecho internacional consuetudinario y, por otro, la delimitación establecida en aquella decisión.
Dicho en pocas palabras: la Corte aplicó el fallo que Colombia declaró, con tanta creatividad como osadía, “inaplicable”. No podría haber sido distinto.
En lugar de seguir haciendo “como si el tal fallo no existiese”, Colombia debería asumir que ese dictamen de la Corte Internacional de Justicia, a cuyo cumplimiento está obligada por superiores normas de derecho internacional -que históricamente se ha preciado de defender y promover-, compensa, hasta donde el propio fallo alcanza, el hecho de que el tal tratado con Nicaragua -al que estaría sujeta su aplicación, según el embeleco de marras-, no existe.
Porque en ausencia de ese tratado, y quién sabe por cuánto tiempo, ese fallo -al que cabe sumar el novísimo- constituye el único marco jurídico para el pleno ejercicio de sus derechos y la mejor garantía de sus intereses frente a Nicaragua en el Caribe Occidental, y el parámetro inexcusable de su responsabilidad internacional.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales +++