A principios del siglo veinte, la República Argentina ofrecía un espejo plateado a todos sus países vecinos, demostrando que en las tierras de San Martín y Bolívar se podía construir una sociedad plenamente desarrollada. Sus ingresos per cápita eran casi cinco veces los de Colombia, comparables a los de Canadá y Europa Occidental. Buenos Aires se levantaba con soberbia sobre las pampas, sus grandes avenidas y palacios dignos de las magníficas capitales imperiales, mientras que las ciudades colombianas permanecían pequeñas, algunas reducidas al atraso y otras concluyendo su infancia. Antes de que nuestro café conquistara las tasas del mundo, el campo argentino ya era soberano del desayuno, almuerzo y cena.
Desde entonces, al progreso accidentado pero consistente de Colombia se ha contrapuesto la turbulenta decadencia de Argentina. Para los años 1950, cuando en Medellín el tango rioplatense aún era sinónimo del progreso, los ingresos per cápita de Argentina alcanzaban el 220% de los colombianos. Para los años 2010, sólo alcanzaban el 150%, una ventaja considerable pero no insuperable. Hoy, la economía argentina se parece mucho más a la colombiana que a la de Canadá, Francia o Alemania, sus antiguos rivales.
En ciertos sentidos, Colombia ya ha logrado superar a Argentina. Según datos de la OCDE, el 30.5% de los colombianos entre 25-34 años cuenta con educación terciaria, mientras que en Argentina esta cifra llega al 19%. Según el Banco Mundial, Colombia pasó de recibir sólo una tercera parte de los flujos de inversión extranjera de Argentina entre 1980 y 2001, a recibir un 30% más que Argentina entre 2002 y 2022. Aunque la corrupción es un flagelo común entre los dos países, según Transparencia Internacional ha sido menos grave en Colombia desde el 2012 hasta el 2022, salvo durante el periodo entre 2017 y 2020. Esos cuatro años de relativa transparencia en Argentina fueron un legado positivo del gobierno Macri, que su sucesor peronista sólo se demoró un año en borrar.
Todos estos avances relativos se deben, en gran medida, a que los colombianos no hemos conocido la hiperinflación. Desde 1961, nuestra mayor tasa de inflación fue de 52.3% en 1990. Durante el mismo periodo, la inflación argentina superó nuestro récord en 22 años distintos, incluyendo los últimos tres. En 1989, alcanzaron una tasa de 3046%, equivalente a la destrucción del 99% del valor de todos los ahorros del país en un año.
La victoria electoral de Javier Milei representa el grito desesperado de un país consciente de su potencial, encadenado por la incertidumbre, la arbitrariedad y el populismo en materia económica que hemos comenzado a presenciar en Colombia y que, en un solo año, ya ha logrado entorpecer nuestro desarrollo. La dolarización, propuesta estrella del economista libertario, supone privar al país de su capacidad de reacción ante las recesiones y los choques comerciales extranjeros. Fue esa capacidad de reacción la que le permitió a Colombia crecer más que Ecuador, dolarizado desde el año 2000, cuando colapsaron los precios del petróleo en 2014. Sin embargo, es infinitamente mejor entregar la soberanía monetaria que administrarla irresponsablemente y es mucho más fácil dolarizar la economía que construir un banco central serio desde cero.
En Colombia no tenemos que pensar en la dolarización porque contamos con el Banco de la República, cuya independencia y responsabilidad son mayores tesoros que cualquier balsa dorada o Río de la Plata. Gracias a su sabia administración monetaria hemos evitado grandes catástrofes, por lo que debemos defenderlo con la mayor determinación.