En nuestro estado de Derecho, normalmente los fallos judiciales -más cuando son emitidos por autoridades en trance constitucional por vía de tutela- suelen cumplirse, aunque no se esté de acuerdo con ellos; pero curiosamente se incumplió una providencia del Tribunal Administrativo de Cundinamarca que ordenó aplazar las marchas del 28 de abril en el marco del paro nacional, por justos motivos de bioseguridad, con la sana pretensión de salvaguardar los derechos fundamentales a la salud, la vida y la salubridad pública. Nadie hizo caso y los rebrotes no se han hecho esperar.
Acá los paros y las marchas pacíficas casi siempre van infiltrados por vándalos y criminales pagados por guerrillas y narcotraficantes para destruir objetivos específicos y dañar, saquear, provocar a la fuerza pública. Los estudiantes, trabajadores, campesinos, indígenas, con quienes el país pudiere tener “deudas sociales ancestrales” (pobreza, inequidad, falta de oportunidades) se convierten, quizás de buena fe, en idiotas útiles de los facinerosos que pescan en el río revuelto del desconcierto; pero es curioso y muy coincidencial que tales reclamaciones “ancestrales” vengan a aflorar en plena campaña política de la izquierda en ejercicio de lo que se ha dado en llamar la Revolución Molecular Disipada (RML) en que las manifestaciones populares escalan a un estado de cosas que equivalen a una confrontación que obliga a decretar estado de conmoción y a contrarrestarlas con la fuerza legítima del Estado.
Y aquí vamos. La oposición, las ONG, la justicia internacional en materia de derechos humanos -todos ellos contagiados por el virus de la mamertidad- ya están acusando a Colombia por haber utilizado las armas en defensa legítima de los propios agentes del Estado metidos en las refriegas y a nombre de la colectividad desamparada de ciudadanos cuyos derechos humanos fundamentales y cuya economía están haciendo agua por cuenta de los depredadores embutidos en marchas quiméricamente consideradas como pacíficas, y ya adelantaron su moción de censura contra un buen Ministro de Defensa.
Y en el punto focal de concentración de la RML, Kabul, Valle, la situación está siendo atizada por un ingrediente adicional, que acaba de describir el columnista y empresario Alfonso Otoya quien, en resumen, señala que durante la administración anterior de Armitage se habían diseñado unos programas en alianza con Usaid, la Organización Internacional para las Migraciones y la Agencia para la Reincorporación y la Normalización para el Tratamiento Integral de Jóvenes, unos 2.200 integrantes de unas 60 pandillas, con un costo cercano a los $6.000 millones. Pero el desconcertante alcalde Ospina acabó con el programa, decidió abandonar los jóvenes en medio de la pandemia y en cambio destinó esos recursos a una feria virtual de $11.000 millones. Fácil saber dónde irían a parar esos jóvenes. Y remata: “esto sumado a la financiación de grupos narcotraficantes que buscan generar desorden para concentrar la atención de la fuerza pública en Cali y liberar presión en otras regiones del país para sacar toda la droga que por problemas logísticos durante la pandemia se encontraba retenida”. Muy grave.
Post-it. La candidatura presidencial del saliente Comisionado para la Paz es lo que en mi tierra llamarían “un tiro al aire”.